22/08/18

CAPITÁN DOMINGO DE TORAL Y VALDÉS. SOLDADO Y AVENTURERO. 1ª PARTE

   Relación de la vida del Capitán Domingo de Toral y Valdés escrita por el mismo Capitán


Primera Parte: de Asturias a Flandes y su regreso a Madrid.


                                               

                                                         Bandera de España de esa época

  El año de 1598 nací en el concejo de Villaviciosa, en la colación de Arguex; fue mi padre Juan de Toral y Valdés y mi madre María de Costales, entrambos hijosdalgo; del parto de un hermano menor murió mi madre y quedó mi padre con tres hijos, dos varones y una hembra; para el remedio de este cuidado y de la pobreza (que obrando con extremos opuestos o anima o desatienta), se determinó bajar a Castilla, trayendo consigo a los dos mayores, que éramos yo y mi hermana. Paró en Madrid, y a mi me acomodó a ser paje de un señor y le serví cuatro años; ausentándome de su casa anduve otros cuatro peregrinando por España como otro Lazarillo de Tormes.

   Volví a Madrid, y el mismo señor a quien había servido, como me había criado con el afecto amoroso de la crianza, pidió a mi padre que le volviese a servir; así lo hice tres años, haciendo de mi tanto caso y confianza como si la experiencia y obligación de grandes servicios ocasionara a ello en quien no tenía aun diez y siete años cumplidos, qué parte podía haber de esta que obligara a que se cegase el entendimiento de un señor que ocupaba un puesto de los más preeminentes de España, esta elección ocasionó el distraimiento de mi vida, mudando el todo de ella, porque como mi gobierno fuese correspondiente a mi edad, siendo el empleo de que de mi se había hecho caudal con que compraba mis gustos, no tan lícito cuanto era bien para evitar alguna queja de que las que tenían otros criados, que movidos de la envidia notaban mis menores acciones; con todas las que de mi sabían dieron con ellas en el rostro de mi dueño, tocándole en lo que se diría.

   Provocado con estas cosas me pidió los papeles que por mi cuenta tenía, que eran de consideración. Sentido de esto, propuse la venganza, y a un criado y mi deudo, que había sido la principal causa de mi mudanza, le esperé en parte estrecha y le di dos estocadas, que entendiendo que le había muerto me ausenté de Madrid y paré en Alcalá de Henares.

   En ella estaba levantando Compañía D. Cosme de Médicis, hijo de D. Pedro de Médicis. Díjele al Alférez si me quería asentar la plaza de soldado: respondiome que era muchacho que venía huyendo de casa de mi padre, que no sabía lo que pedía, que lo pensase bien. Respondile que venía determinado: asentómela contra su voluntad (que hay hombres de consideración tan madura que quieren más perder de su oficio y derecho que no que se siga un daño notable) A dos días se me arrimaron dos bellacones, que después de ayudarme a gastar lo poco que tenía, me acuchillaron: dije en conversación de un soldado que pasaba, que le había conocido en Toledo, corchete; luego se lo dijeron, y el y ellos me sacaron hacia el río engañado; allí me esperaban otros dos, y de la pendencia saqué segados dos dedos; del uno estoy estropeado, digo esto tan por menor, porque se conozca el poco saber y la mocedad cuando procede a su albedrío a los casos que se sujeta.

   Dos meses estuvimos esperando sin socorro ninguno, buscando la vida con los modos a que da licencia la soldadesca cuando no hay superior que lo estorbe ni remedio a la necesidad.

   Partimos de Alcalá alojados hasta Lisboa. Juntáronse en ella cuarenta y tres Compañías, todas las metieron en navíos de flete que estaban embargados de mercaderes, socorriendo a cada soldado con un real, que aun para una comida no había, porque se compraba a mujeres regatonas que lo iban a vender a los navíos. Dormíamos sobre las tablas embreadas, que lo ordinario era amanecer con la cabeza pegada a ellas. Los navíos pequeños, la gente desnuda, amontonada una sobre otra, por estar de esta manera siete semanas y partir para Flandes sin dar socorro alguno. Para refresco y tardar en el viaje veintiocho días se apuraron de tres mil en dos mil trescientos que con tales causas, de los que quedaron se puede tener admiración. Gobernaba en Lisboa D. Antonio de Zúñiga, y gobernó en la navegación el Capitán Antonio Ferriol, por más antiguo.

   Desembarcamos en Dunquerque por el mes de Noviembre, año de 1615, tan desnudos, que los más bien vestidos iban sin zapatos, ni sombrero, y lo común era desnudos, de tal suerte que las partes que la honestidad obliga a que más se oculten eran más patentes a la vista, y porque algunos los tapaban con las manos los llamaron, a semejanza de Adán, adanes.

   Sabiendo S. A. el Archiduque Alberto tal miseria, la remedió luego vistiendo a todos cuantos íbamos, desde los zapatos hasta el sombrero y los repartió por Flandes en las guarniciones y tercios; a mi Compañía, que quedó viva, le tocó ser del Tercio de D. Íñigo de Borja, que era Maestre de Campo y castellano de Amberes, en el castillo de esta ciudad. Estuvo mi Compañía de guarnición hasta que se acabaron las treguas, sin que se ofreciese cosa notable.

   El año de 1619 se acabaron y salimos a campaña, yo agregado a la Compañía de D. Francisco Lasso, que era del mismo Tercio, porque mi Compañía no salió y sacaron diez soldados y yo fui uno.

   En Vevere, que es un casar dos leguas de Amberes, hicimos plaza de armas diez mil hombres, acudiendo por retaguardia a guarnecer el dique de Calo y fortificándole, deteniéndonos hasta que el marqués de Espínola sitiase a Jule, con intento que los Estados, sacando las guarniciones de las plazas que ocupaban, socorriesen aquella plaza. Y habiendo sacado la que tenían en la Inclusa D. Íñigo de Borja, con la gente de su cargo, que eran diez mil hombres, tomase la isla de Casante que casi cerca la Inclusa y quitarle el socorro.

   En este inter se habían prevenido en Ostende, que es cinco leguas de la Inclusa, barcones y alguna artillería para que en carros se trujese al puesto por donde el Ejército había de pasar el canal de la Inclusa para entrar en la isla, que también confina con el dicho canal, llegando al puesto de noche a un tiempo el ejército y la las barcas. Estando el marqués sobre Jule, le llegó a D. Íñigo de Borja orden para que fuese a la Inclusa.


Bandera del Tércio de Espínola

   Marchó la gente y se juntaron en una tarde los diez mil hombres que estaban repartidos por diversos alojamientos en el país, en un campo delante de las puertas de Briejas, la mejor gente que se podía escoger, todos soldados viejos, del Tercio de D. Íñigo de Borja, el de Ballón, de milaneses, el de Mos. de la Fontana, de soldados y entendido en el arte militar y discípulo de aquel famoso ingenio, Miguel Curieto, se conoció con evidencia que aquella famosa ciencia del saber acuartelar un ejército, reconocer la calidad y circunstancias de un sitio, o para alojarse o dar batalla, según guerra ofensiva o defensiva, que tanto les importó el saberla a César en la Francia, a Carlos V en Alemania, con el Lanzgrave y Sajonia, al duque de Alba en aquella famosa batalla que dio en los Estados de Flandes al conde Ludovico de Nasao, no la enseña Euclides en su geometría, ni reglas, ni preceptos de famosos ingenieros, más un claro natural curtido en una larga experiencia de casos militares. Si en esta parte se supiera esta ciencia no se hubiera hecho hierro tan costoso y notable, pues fueron los fuertes mucha cusa para que se consumiesen siete mil quinientos hombres: estaban por mayor defensa los fuertes. El marqués sacó la poca gente que había quedado en aquel puesto y la llevó al sitio de Bergas.

Tenía el marqués hecho en Bergas un trato con un Sargento Mayor que había de dar una puerta, poniéndose sobre aquella plaza. Encaminó a ella mil cuatrocientos hombres con D. Luis de Velasco, General de la Caballería, tomando puestos a lo largo sin abrir palmo de trinchera ni hacer fortificaciones de importancia en catorce o diez y seis días. En confianza del trato, el enemigo se salió fuera de la plaza y tomó todos los puestos que pudo con muy buenas fortificaciones y caminó a nosotros con trinchera, pues parecía que nos quería sitiar y metió socorro dentro de la plaza. En este inter sucedió aquella famosa batalla que en Marimón, diez leguas de Bruselas, dio D. Gonzalo de Córdoba al conde Masfelte, viniendo de Alemania.

   Llegaron las nuevas al ejército a donde ya estaba el marqués. En albaricias de tan dichosa nueva, que era opinión era restauración de Flandes, mandó que se disparase la artillería, apuntando a Bergas y una de las balas que se dispararon mató al Sargento Mayor que había hecho el trato y en quien se tenía la confianza. Pasados algunos días, se pasaron al Ejército unos soldados de la plaza y dijeron como era muerto el Sargento Mayor.

   Obligole esta nueva al marqués, haciendo el caso reputación, hacer de la necesidad virtud. Sitió la plaza en forma, hizo llamamiento de gente por todo el país hasta treinta y dos mil hombres. Llegó D. Gonzalo de Córdoba con la gente que le había quedado de la batalla, ocupó el puesto que era de Vallón, que estaba a la parte de Oriente. Es Bergas una villa siete leguas de Amberes, en el Ducado de Bravante, en el mar de Migilbrux. Tiene una canal o ría que con el creciente cubre mucho bajíos, hinche el foso y entran algunas embarcaciones no muy grandes. Hacia el Poniente le entra el canal, arrimado a el un dique que se remata en unos bajíos donde está un fuerte que sujeta la villa y guarda el canal para que no se le pueda quitar el socorro, que se llama Bergan.

   Como el marqués ocupaba lo más del sitio, hacia la parte del Norte cercaban este sitio, sin trincherones, levantados a trechos sus reductos para proveer las postas y socorrer los puestos. Comenzáronse a abrir trincheras, tarde y mal, porque como el enemigo tenía puestos fuera de la plaza y en ellos tenían piezas pequeñas que barrían la haz de la tierra, en descuidándose alguno perdía la vida.

   A la parte de Levante, como he dicho, estaba D. Gonzalo de Córdoba. Arrimáronse por esta parte más, por servirles de espaldas unas dunas o montañas de arena que estaban cerca de la puerta de Amberes. En aquella parte no sucedió cosa notable, más de algunas salidas y el haber hecho una batería para batir la muralla. Por la parte del marqués se arrimaron por dos partes y se abrieron trincheras, la mayor al lado izquierdo. Ocupaban las naciones, valones y alemanes, la otra parte; de a mano derecha ocupaban españoles, que al principio gobernó Diego Luis de Olivera, Maestre de Campo de portugueses, quien tuvo un mal suceso: fue que el Sargento Rincón y el Alférez Moreno, entrambos de la Compañía de Lorenzo Lasso, quisieron reconocer las trincheras enemigas, que distaban poco más de seis pasos de las nuestras. Levantándose en alto vio que no había gente en ella y levantaron la voz: "¡Santiago, y a ellos! que han desamparado las trincheras". Arrojáronse a ellas, siguiéronles algunos de su condición y unos fueron empeñando a otros. Los que estaban del enemigo en la cabecera de ellas, se retiraron a una plaza de armas que tenían cerca, guarnecida con cantidad de gente: los nuestros, entendiendo que huían, los seguían y al desembocar e la plaza de armas, los del enemigo que ya estaban con las armas en las manos no los dejaron, haciéndoles volver atrás.

   Habíanse llenado ya las trincheras del enemigo de soldados nuestros con la codicia de la acción y queriendo volver atrás no pudieron, ni tampoco pelear, porque la muchedumbre de la gente era tanta que en la misma trinchera murieron la mayor parte de ellos sin poder retirarse ni pelear. Murió entre ellos D. Fernando de Portugal, hermano del conde de Vimioso, que era Capitán de Infantería del Tercio de Portugal.

   Conoció el enemigo ser esta acción precipitada, sin orden, y pareciéndoles que estarían desguarnecidas las trincheras nuestras de la batalla o vanguardia por ver ocupadas las suyas la gente que ocupaba la vanguardia nuestra, sacó de un reducto que estaba a un lado enfrente de las trincheras de nuestra batalla y en medio una pradería, tres Compañías que ocupasen las trincheras de la batalla nuestra y cortasen a los nuestro que estaban en las suyas, y a los demás que los iban a socorrer mandó luego Diego Luis de Olivera que saliesen a recibir las otras tres Compañías.

   Encontráronse en la pradería y escaramuzaron más de media hora, lo más a lo largo, donde murió gente de consideración de una y otra parte. Era de una de las Compañías nuestras, la del Capitán Ruldequién, Sargento Miguel Ollés, de nación navarro. Adelantose de los enemigos otro Sargento, saliole a recibir Miguel Ollés y peleando con el alabarda lo mató. Acudió su Capitán a vengarle. Saliole otra vez Miguel Ollés y calando la pica le tiró un picazo que con la albarda desvió y ganándole la entrada le dio otro alabardazo con que le mató. Tomó la pica con el alabarda del Sargento que había muerto y retirola hacia las trincheras y volviole a salir al encuentro otro soldado holandés, de alta disposicion, que también venía a buscarle. Chocó con el y también le hirió muy mal de otro alabardazo. En esto le dieron un mosquetazo en un brazo que fue fuerza el haberse retirar: después le cortaron el brazo por junto al hombro. En premio a la hazaña le hicieron Alférez y le dieron cuatro escudos de ventaja sobre cualquier sueldo, viniendo con licencia a España y el conde de Monterrey, viendo sus honrados servicios, le ayudó para que fuese Capitán. Levantó en Miranda de Duero, donde murió.

   Volviendo al caso, digo que con el arma que se tocó, fue acudiendo gente de los cuarteles de socorro a las Compañías que escaramuzaban, tres a tres en la pradería. Después de muertos algunos de una parte y otra, se retiraron los que habían entrado en la trinchera del enemigo y aunque con muerte de muchos trataron de sustentarla, el enemigo defenderla y donde se peleó toda la tarde hasta la noche, que fue fuerza a los nuestros retirarse. Conociendo la gente que les mataban con tan poco fruto, tomose por acuerdo y por divertir al enemigo de sus trincheras, embestir a una media luna que remataba en la cabeza de un ramal de trincheras nuestra que estaba en la vanguardia, a mano derecha. Hiciéronlo dos compañías de portugueses, sin fruto, porque el enemigo la defendía valientemente, de tal manera que en aquella tarde murieron mucha gente de los portugueses y entre ellos dos Capitanes.

   Fue acudiendo al asalto y socorro para mudar aquellas Compañías D. Francisco Lasso con su Compañía, de quien yo era soldado, que este día le tocó estar de guardia en la retaguardia de las trincheras; era de los de los que llaman de los desbocados y así quiso conseguir lo que los otros no pudieron. Hizo cuanta diligencia podía un valiente soldado, que en el puesto le mataron diecisiete soldados y entre ellos los de más opinión y dos Alféreces reformados, hasta que conociendo el marqués la dificultad le mandó que se retirase haciendo alguna fortificación el la cabeza de la trinchera.

   Tenía esta media luna, encima de la muralla, un torno con unas púas atravesadas de parte a parte por el eje y estaban ensebadas y andaba muy ligero alrededor.

       La muralla estaba baja, los soldados procuraban subir y meterse por debajo del torno y para subir se asían a las púas, pero como estaban ensebadas se escurrían, de suerte que cuando estaban ya encima de la muralla desliciaban de las manos las púas y con la fuerza del deslicio andaba el torno alrededor y el que subía venía rodando por la muralla abajo con algún picazo o arcabuzazo y con esto estaba el suelo cubierto de cuerpos muertos.

   En esta ocasión tres veces subió a la muralla Alonso de Leites, natural de Madrid, trepando por la muralla asido a una pica del enemigo y las tres veces se vino abajo. Servía entre nosotros un Tercio de ingleses que también se halló en todo lo que se terció. De ellos y de los nuestros estaban las trincheras llenas de cuerpos muertos que no se podía poner los pies en la tierra si no en ellos: reputáronse quinientos los muertos.

Bandera española, Época de  Felipe II
Amaneció y mandaron los retirasen y mi Compañía también se retiró. Salió Don Francisco Lasso y todos tan otros de los que entraron que parecían demonios, de la noche que habían pasado, negros y deslustrados del humo de granadas, pez y alquitrán que echaban y de la arcabucería, todos tan mustios y tristes que apenas se atrevían a levantar ninguno la cabeza a mirar a otro. Venía mi Capitán pasados los calzones y las ligas de arcabuzazos y del fuego y cascos de granada y díjele: “parece que a vuestra merced le han picado grajos”, respondiéndome: “es verdad, más eran de plomo”.

   Todo fue sin orden ni acuerdo, no más de empeñar uno a muchos, pareciendo al principio que era fácil conseguir alguna cosa de importancia. Mudaron a otro día a Diego Luis de Olivera y dieron las trincheras a D. Diego Mesía, que al presente era Maestre de Campo y castellano de Amberes.

   Fuese continuado el sitio sin suceder otra cosa notable aparte de los muchos tiros que el enemigo tiraba cada día, que de la parte del marqués se puso un día a rayar un Alférez reformado los tiros que el enemigo tiraba y rayó seiscientos, sin contar los que tiraban a la parte de Don Gonzalo. Íbase poco a poco con la trincheras, cada palmo que se adelantaba costaba mucha gente y así se atrasaba más; estaban cerca las del enemigo de las nuestras, que las granadas se echaban con la mano de unas en otras y con ellas hacían daño notable, porque en cualquier miembro o parte donde daba hacía daño notable.

   Llegaron a estar tan cercadas las del enemigo y las nuestras que para desembocarlas no faltaba más de con la pala echar la tierra que las dividía de la una en la otra sin descubrirse. Conociendo esto el marqués, quiso desbocar las suyas en las del enemigo. Mandó tomar las armas, guarneciéronse lastrincheras muy bien con gente sobre la saliente. Halláronse en la plaza de armas de ella todos los más principales soldados y señores del Ejército: el marqués, Don Luis de Velasco, Don Íñigo de Borja, que era General de la artillería, dos hijos del conde de Benavente, Don Manuel y don García de Pimentel, un hijo del marqués de Algaba, otro del marqués de las Navas, sin otros muchos extranjeros.

   Guarnecidas las trincheras, puesta toda la gente en orden para cualquier cosa que pudiera suceder, volose un hornillo que estaba debajo del terreno que dividía las trincheras nuestras del enemigo, para en volándose embestir. Así se hizo, pero el enemigo tenía otra mina debajo de nuestro hornillo y esperó a que los nuestros embistiesen, pegándole entonces fuego abriéndose la tierra y, al volar, se tragó tres o cuatro soldados, saliendo los demás medio quemados.

   En este tiempo empezó la artillería y mosquetería de una y otra parte en tanta cantidad que la tierra temblaba con el estruendo y el humo y el ruido de las balas, cubría el cielo y cegaban y aturdían los hombres. Peleose más de dos horas. Nosotros por ocupar puestos en las trincheras del enemigo, el por defenderlas. Al fin nos tuvimos que retirar y volvernos a fortificar de nuevo en el mismo puesto que estábamos. Murió en esta ocasión mucha gente de importancia, de entre los principales Don García de Pimentel, uno de los hijos del conde de Benavente.

   Sucedió el caso que volando nosotros el primer hornillo, había encima unas astillas de tierra de la forma de tiestos de albahaca que servían de cubrir a las postas y tirar por el hueco que hacían por debajo. Voló el hornillo algunas, remontándose una tan alto que con el movimiento natural vino a caer a la plaza de armas, donde estaban estos señores y dando en la cabeza a Don García, que le torció el pescuezo y luego cayó muerto con grande sentimiento de todo el Ejército, porque además de ser tan gran señor, servía en cualquier puesto como un soldado, el más humilde, sujeto a la obediencia de un Cabo de escuadra, sin excepción en su persona ni recatarse del peligro, tanto, que cubriéndonos una noche en un puesto que tomábamos, sin morrión ni peto acudía a traer la fajina, a asentarla, a echar la tierra con tanto desenfado y poco cuidado de si como si fuera por la calle Mayor de Madrid paseándose, por lo cual díjele: “señor, cómo usía anda así, no ve que le dará un balazo con mucha facilidad y le perderemos, que importa más que todo este sitio”. Y me respondió: “¿que es lo que dice, soy yo más que un pobre soldado? Como su merced era de extremada piedad, visitaba a los heridos con mucho cuidado de que se les asistiese y lo que podía hacer por ellos no lo pedía a nadie. Cuando retiraban algún herido le salía al camino, consolábale y dábale uno o más reales de a ocho, según eran las personas y las heridas.

   También murió en esta ocasión de un mosquetazo el ingeniero de más consideración que había en el Ejército, aunque todos eran de bien poca falta notable, no por la calidad de la persona, si no por la falta que hacía y que hace.

   Continuando el sitio con poco o ningún fruto, pasaba esta ocasión el enemigo y buscó otra y reconociendo las trincheras que guarnecían los valones y borgoñones estaban con algún descuido, cerró con ellos, los cuales se retiraron sin poder asistir a la defensa, hasta que el enemigo llegó a un ramal de trinchera que atravesaba y correspondía a las trincheras de los españoles que guarnecía mi Capitán D. Francisco Lasso con su Compañía y con notable valor caló la pica y dijo a los demás que le siguiesen y dando voces “Santiago” cerramos con ellos arrojándolos del ramal que ocupábamos. El enemigo que oyó españoles, entendió que era mucha cantidad de ellos al socorro, retirose y perdió lo que había ganado y mi Capitán las volvió a entregar a quien las había perdido, de lo que resultó los aumentos que hoy tiene: hiciéronle Capitán de caballos, diéronle el hábito de Santiago y hoy es Gobernador de Chile.

   Al fin de tres meses, que en todos ellos no era si no mortandad, que se repuso la falta de la gente por más de once mil sin mejorarnos una hora más que otra, se tuvo noticia que el enemigo con todo su poder venía por tierra a socorrer aquella plaza y antes que llegase nos partimos nosotros. Caminamos a media noche y este fue el fin del sitio de Bergas, donde se colige de este y del de la Inclusa y de la navegación de la isla a que las cosas de España se consideran su fin por el principio.

   Luego que se acabó esta ocasión, me vinieron cartas de favor de España, con que saqué licencia tan contento que esta me sirvió de consuelo de todos los trabajos pasados, dándolos por bien empleados los dos años que había dormía con la gola puesta, que con el asiento de las armas y de la pica la tenía señalada en los hombros.

   Vine a España atravesando la Francia, en treinta días, a pie, porque el dinero que me dieron no bastaba para comer, que eran veinticinco tallares, que cada uno es nueve reales y seis cuartos, con propósito de pasar a las Indias.

CONTINÚA

Soldado Español
Málaga - 2018

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