30/09/18

JUAN CLARKE Y SPRINGHAM. UN IRLANDÉS AL SERVICIO DE ESPAÑA.2ª PARTE.


Patente de Teniente Coronel (Archivo General de Simancas)

   Por las virtudes antes mencionadas se hace acreedor de la confianza de las autoridades, las cuales le otorgan de forma interina el 7 de abril de 1795 el Gobierno de la ciudad de Valdivia, para relevar en aquella comisión al Brigadier Pedro Quijada. Dicho nombramiento fue ratificado por el rey el siguiente 31 de octubre de 1796, con retención de su plaza en la ciudad de Concepción. Así pues, con este nuevo cometido pasó a Valdivia a través de Arauco.

Se hace cargo del Gobierno de la ciudad de Valdivia en agosto de 1795 y el treinta y uno de septiembre de 1796 recibió su patente de Coronel.

Solicita el cargo en propiedad, pero por R. O. de 8 de noviembre de 1799 se le comunica que debe continuar en su puesto en vía de comisión, es decir, continúa la interinidad, aunque reteniendo íntegro su sueldo y su plaza en Concepción.

Tras solicitar volver a España a continuar sus servicios y el empleo de Coronel, se le responde en 1801 que se le tendrá presente para cuando haya nuevos ascensos, pero no se le concede el poder volver a España.


Escudo de la ciudad de Valdivia. La bandera de la ciudad es la que se ve ondeando

Su desempeño como gobernador de Valdivia ha sido recordado con gran afecto por los naturales y por las autoridades y procuradores de la ciudad y su jurisdicción, gracias a sus dotes de organización, mando, eficacia, imparcialidad y justicia, así como por haber sabido mantener la disciplina y a preparación militar de las tropas a su mando. la conservación y reparación de los fuertes del interior y de los castillos puerto.

Durante su mando se continuó la construcción de la iglesia mayor de Valdivia, el hospital real y la recova. Así mismo, su ayuda a los vecinos fue decisiva para la reconstrucción de las casas que se vieron afectadas cuando el incendio del año de 1803.

Durante su gestión, se lograron grandes avances en la pacificación y buenas relaciones con los indios de su jurisdicción, adquiriendo gran prestigio entre estos, quienes acudían a el para que intentase solucionar las diferencias que surgían entre estos y los colonos, la iglesia...

Ejemplo de esto, son algunas cartas recogidas en el libro Cartas mapuche. Siglo XIX, escritas por algunos de estos indios, como la de Bernardo Callvuguru del siete de junio de 1803, en la que se quejaba de la mala intención que había habido por parte de un individuo sobre los linderos de la propiedad de las tierras de Bernardo. Por lo que acudía a Juan Clarke en demanda de justicia.

En otra carta remitida en octubre de 1805 por el mapuche Francisco Callimanque, "...Capitanejo con función de cacique de la reducción de Arique...", le pedía justicia por el abuso cometido por un fraile al quitarle una sobrina para dedicarla al servicio de la misión, pues al pedirle explicaciones, el fraile le respondió con maltrato y amenazas. así mismo, se quejaba y pedía justicia por los malos tratos que recibían los indios.

Por último, mencionar la que en septiembre de 1806 escribió "El Gilmen Chanquen de Cuhechupulli...", quien se quejaba de que los misioneros quería quitarle unas tierras de las que era propietario en la Reducción de Mariquina y ante este abuso, acudía al Gobernador Juan Clarke en demanda de justicia.

   Aunque la repoblación de la ciudad de Osorno -en el interior del país y hoy a unos ciento veinte kilómetros al sur de Valdivia- se venía gestando de tiempo atrás, su participación desde 1795 en ella fue de capital importancia.

Respecto a la ciudad de Valdivia, ya se ha dicho cómo trabajó con denuedo por mejorarla, realizando informes muy claros y muy bien documentados sobre el estado de la ciudad, el número de sus habitantes, cuales eran las necesidades económicas más importantes y necesarias. En 1798 mandó realizar un padrón de habitantes, del cual resultó haber 1684 habitantes en la ciudad y 2703 en su jurisdicción.

Tan solo un hecho negativo se le puede encontrar al desempeño de su función en esta ciudad, aunque gracias a su rápida y decidida intervención con la creación de una Junta Extraordinaria de Gobierno la pudo solventar. Se trata de lo siguiente:

Desde hacía algún tiempo, desempeñaban la Tesorería de Valdivia como veedores, los oficiales reales Francisco Antonio Aguirre y Juan José de la Jara, muy bien introducidos en la sociedad valdiviense por medio de sus matrimonios con hijas de familias importantes de la ciudad que tenían negocios comerciales y agrícolas. Espoleados por la codicia y la inmoralidad, invirtieron sus caudales y cuando estos ya no fueron suficientes, empezaron a invertir los de la Hacienda pública, tanta cantidad que pusieron en peligro incluso el pago de las tropas.

Avisado el veinticuatro de enero de 1807 Juan Clarke de la quiebra que estos dos individuos habían provocado, reunió de inmediato al Alcalde, de Valdivia, Diego de Adriazola, al Coronel Felili, al Sargento Mayor y al del Superintendente de Osorno, Juan Mackenna, los cuales pasaron a examinar las Cajas Reales, constatando que habían desaparecido ciento quince mil ciento sesenta pesos y algunos reales, quedando tan solo disponibles ciento veintitrés pesos. Una catástrofe. Una ruina. La quiebra de la Hacienda.

Comprendiendo la gravedad del asunto, se reunió con los catorce comerciantes para solicitarles dinero, prometiéndoles, en nombre del rey, su devolución. Reunido el dinero que estos prestaron, mas el que aportaron tres vecinos acaudalados de Valdivia y cuatro mil pesos que aportó Juan Clarke, se creó una junta de gobierno para hacer frente a todas las circunstancias derivadas de este grave crisis. Dicha junta la compusieron el mismo Gobernador Juan Clarke y los siguientes individuos: Diego Adriazola, Santiago Vera, Manuel Olaguer Feliú, Juan Sayers, Ventura Carvallo, Manuel de la Guara, Pablo Asenjo, Vicente Gómez y Juan Gallardo Navarro, todos vecinos de la ciudad.

Como primera providencia, se procedió al embargo de los bienes de los dos delincuentes, siendo sustituidos en sus cargos por Diego Adriazola y por Juan Gallardo Navarro.

Esta situación, aunque felizmente controlada, supuso que toda la responsabilidad recayera sobre el Gobernador, a quien no le quedó más remedio que aportar una parte importante de su fortuna en reparar la Hacienda para evitar la bancarrota. Al poco de este suceso y quizás para suavizar los sinsabores de la situación, recibió su patente de Sargento Mayor del Batallón de Infantería de Concepción.

Falleció en la ciudad chilena de Valdivia el 15 de agosto de 1807, aunque otras fuentes dan para su muerte el año de 1812 y está enterrado en esa ciudad de Valdivia, en el presbiterio de la Iglesia Mayor, en el lado de la epístola. El inventario de sus bienes lo efectuó el Teniente Coronel, Sargento Mayor de la plaza de Valdivia Juan Savers, arrojando este inventario una suma de 16775 pesos

No contrajo matrimonio y su heredero fue su primo Augusto Burles.

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Málaga - 2018

29/09/18

JUAN CLARKE Y SPRINGHAM. UN IRLANDÉS AL SERVICIO DE ESPAÑA.1ª PARTE.

   De sobra es conocida la presencia irlandesa en los ejércitos españoles, pudiendo remontarnos a finales del siglo XVI para empezar a encontrárnoslos formando parte de las unidades militares españolas como algo habitual. Se estima que entre fines de siglo XVI y primer tercio del XVII, militaron unos diez mil irlandeses bajo las banderas del rey de España, bien con Compañías específicas de irlandeses, bien con la creación de Tercios compuestos por irlandeses, como los que estaban a las órdenes de Enrique y Juan O´Neill. Así mismo, también formaron parte importante en la marina, sobre todo desde la creación de la Armada del Mar Océano, en las postrimerías de siglo XVI.

El cambio de dinastía en España tras la Guerra de Sucesión, no supuso ningún cambio al respecto. Los irlandeses habían seguido llegando a España y mas desde la la guerra que desde 1688 hasta 1690 enfrentó a los jacobitas con los partidarios de María de Inglaterra, y que tras la derrota de los primeros obligó a muchos a huir de Irlanda y buscar refugio en España y Francia.

Durante la Guerra de Sucesión y después de esta, se formaron diferente unidades de irlandeses que estaban perfectamente integrados en el Ejército. De sobra son conocidos los Regimientos de Ultonia, Hibernia e Irlanda, que perduraron durante todo el siglo XVIII y parte del XIX. No por ello, debemos olvidar otras unidades como Waterford, Limmerick, , la Brigada Irlandesa, McAulif o Comerford, que fueron desapareciendo o integrándose en otros regimientos a lo largo del siglo XVIII.

Nombres irlandeses en los ejércitos españoles son, por ejemplo, Comerford, O´Donnell, Sutton (que derivó en Sotto), O´Kelly, Blake, O´Relly, O´Dea, Storton, Kennedy, Kilmalok, Kindelán, O´Bern, O´Beyan y otros muchos. Se estima que alrededor de 120000 irlandeses pasaron a España hasta el año de 1700. A estos habrá que sumarles los que lo hicieron en el siglo XVIII.

Juan Clarke y Springham, fue uno de esos miles de irlandeses que sirvieron con eficacia y honor bajo las banderas de la monarquía española a lo largo de toda su vida, desde que ingresara como Cadete en el Regimiento de Ultonia hasta su fallecimiento con el empleo de Coronel y Gobernador de Valdivia, en el reino de Chile.

Si nos atenemos a su hoja de servicios militares, tenemos que nació Juan Clarke en Irlanda, sobre el año de 1741, hijo de Juan y Ana y era tío del Mariscal de Campo Juan Burles y Clarke.

Comienza su carrera militar el 26 de diciembre de 1762 cuando ingresa en clase de Cadete en el Regimiento de Infantería de Ultonia realizando el servicio e iniciándose en el conocimiento militar en el Servicio Distinguido, ascendiendo a Subteniente el 26 de octubre de 1764. Su uniforme era casaca encarnada y divisa azul, aunque en 1765 la divisa pasó a negra.


Escudo del Regimiento de Ultonia

   Procedente de Castilla, donde estaba acantonado en la frontera con Portugal, pasa a la provincia de Cádiz.

  En 1770 parte con el 2º Batallón para Nueva España, para dar guarnición a Portobelo y Panamá, donde permanecerá por espacio de tres años, al regreso de los cuales, el 9 de septiembre de 1773 pasa con su Batallón -el primero- a Ceuta, plaza en la que el siguiente 23 de noviembre asciende a Subteniente de Granaderos y el 4 de noviembre de 1776 al empleo de Teniente.

Permaneció en la plaza de Ceuta hasta el treinta y uno de marzo de 1783, realizando en el transcurso de estos años las funciones de Sargento Mayor interino durante un año y cinco meses.


Uniforme del regimiento de Ultonia en 1780

Una vez terminadas sus funciones en esa plaza africana, pasa al Puerto de Santa María, donde pasó dos años en la Escuela Militar, al cabo de los cuales pasó a la plaza norteafricana de Orán, ejerciendo durante su estancia allí y por el periodo de un año, las funciones de Sargento Mayor interino. Al año y once meses parte para la Península, y desde el 3 de octubre de 1789 hasta el el 15 de julio de 1790 se halla realizando tareas de persecución de contrabandistas y delincuentes en la zona del Campo de Gibraltar y en la Serranía de Ronda, siendo tan eficaz en su cometido, que el Cabildo de la villa de Yunquera remitió al conde de Floridablanca unos informes muy favorables sobre el.

Tras desempeñar estas tares, el 9 de septiembre de 1790 pasa de nuevo a Ceuta, permaneciendo en la plaza hasta el siguiente 27 de febrero de 1791, periodo de tiempo durante el cual hubo de hacer frente a los moros, que habían puesto sitio a la ciudad.

En el transcurso de todo este tiempo obtuvo los siguientes empleos: el 7 de octubre de 1787 ocupa la plaza de ayudante Mayor de su Regimiento, el 14 de enero de 1789 obtiene la graduación de Capitán y el siguiente 14 de abril la de Capitán con mando de una Compañía.

El 28 de enero de 1791 recibe su patente de Sargento Mayor con destino en el Batallón de Infantería de Chile y el cargo de Sargento Mayor de la plaza de la Concepción, en aquel país americano. Tras esto, recibe su pasaporte para pasar a su nuevo destino, realizando la travesía en el navío San Vicente Ferrer, alias el África, partiendo de Cádiz en la primera quincena de octubre de ese año de 1791

A su llegada, y tras ponerse al día de su nuevo destino, lo primero que hizo fue asumir el mando interino del Batallón entre el primero de junio y el 31 de diciembre de 1792, por ausencia del Coronel Pedro Quijada, quien se hallaba en la ciudad de Santiago por órdenes superiores.

Como curiosidad decir que el uniforme de los soldados de este Batallón era: casaca, forro y calzón azul. Chupa, solapa y collarín encarnado y un galón en el sombrero.

Hallándose realizando sus funciones, asistió al parlamento que por iniciativa del General Bernardo O´Higuins se realizó con los indios del reino de Chile en el llamado Campo del Negrete el día 4 de marzo de 1793, y por sus dotes tan satisfactorias de actuación, decisión, capacidad de diálogo, valor y conducta, así como por su habilidad, conducta y esmero en el cumplimiento del servicio y por indicación del dicho General, se le otorgó el grado de Teniente Coronel, el 26 de enero de 1794.

Continua

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07/09/18

AUTOBIOGRAFÍA DEL CAPITÁN ALONSO DE CONTRERAS. 4ª PARTE

   Capítulo XIV Cómo socorrí la fuerza de la Mámora y otros sucesos


Partí y medí el tiempo, que hay 42 leguas, de suerte que me amaneció en medio de los 28 bajeles. Tuve tan buen tiempo, de suerte que como lo pensé me sucedió. Juzgué que la armada del enemigo había de estar dada fondo por lo menos una legua á la mar por estar largos de la artillería y porque aquella barra es brava y levanta tantos golpes de mar, que á la legua que yo digo comienzan á hacer escala; y hallándome yo al amanecer en medio de ellos iba mi camino hacia dentro, que las escalas de los golpes de mar me iban entrando, y si alguno se determinaba á seguirme era fuerza que entrase tras mí en el río ó diese á través en la playa; pues fué como lo he dicho, que cuando me vieron ya no pudieron remediarlo sino fué tirarme algunos mosquetazos y cañonazos que fueron pocos, porque el tiempo fué tan breve que no pudieron hacer mal.

Entré, que fuí la paloma de el diluvio: diéronme mil abrazos el buen viejo Lechuga que era gobernador de aquella plaza y la había defendido como tan valeroso.

Comenzóse á desembarcar los pertrechos y los navíos á zarpar,   —240→   pareciéndoles que la armada Real estaría con ellos presto; y pensaban bien, que estuvo á otro día en la tarde allí. Yo me fuí á comer con el gobernador y estándolo haciendo tocaron arma, y avisado lo que era dijeron que seis matasietes que venían de paz. Mandó los abriesen y llevasen á la casa de un judío que hay allí intrépete, que era sólito el ir allí y les daban de comer y tabaco en humo, que así los hallé yo. Estos matasiete son sus nombres así por ser caballeros, y lo parecían, porque les vi muy lindos tahalíes bordados y muy lindos borceguíes y buenas aljubas y bonetes de Fez diferente que los trajes de aquellos moros. Ordenó el Maestro de Campo Lechuga fuesen subiendo toda la pólvora y cuerda por delante de la casa donde estaban los moros, y así mismo los soldados que truje, que estaban con buenos vestidos y los de allí en cueros.

Fuimos á la casa de los moros, levantáronse y saludámonos; tornáronse á sentar y brindáronnos y bebimos, que lo beben tan bién como los ganapanes de Madrid. Comenzó á pasar los pertrechos que lo vieron bien y á los soldados.

Dijeron que venían á pedir licencia al Gobernador para irse aquella tarde siete mil de estos matasiete y que todos los de demás se irían aquella noche, que le querían por amigo y que le enviarían quinientos carneros y treinta vacas á vender, que se los comprase. Dijo que sí haría: dióles mucho tabaco que es el mayor regalo que se les puede hacer y no pueden vivir sin la Mámora; porque todo cuanto hurtan lo traen á vender allí y lo que no hurtan; dan un carnero como un buey por cuatro reales y una vaca por diez y seis y una hanega de trigo por tres reales y una gallina por medio real. Con esto se partieron y yo me apresté para partirme. Esta la Mámora es un río que á la boca de él hay la barra dicha, pero entran navíos gruesos dentro, y si los enemigos le tuvieran hicieran gran daño á España, porque 10 está más de 42 leguas de Cádiz, y como las flotas entran y salen en aquel puerto ó en Sanlúcar, con facilidad podían hacer gran daño tomando los bajeles y en un día volverse á su casa sin tener necesidad de hacer navegación larga de ir á Argel y Túnez, además del riesgo que tienen de pasar el estrecho de Gibraltar. Sube este río hasta Tremecén treinta leguas arriba y es fondable   —241→   por todas partes, y con la comodidad de los bastimentos tan baratos podían aprestar armada muy buena allí; que por eso los holandeses estaban tan golosos dél.

Para que se vea el mal que nos podían hacer de esta manera por ser tan fondable y lo dicho para entrar galeones gruesos, tres leguas en la mesma costa hay un lugar que llaman Çalé, con una fortaleza muy buena, que son della dueños los moriscos andaluces, y hay un riachuelo que no caben sino bajelillos chicos como tartanas y pataches y con ellos nos destruyen la costa de España y no hay año que no entren en este Çalé más de quinientos esclavos tomados en bajeles de la costa nuestra que vienen de las Indias y de las Terceras y Canarias y de el Brasil y Fernanbuco, y en acabando de hacer la presa en una noche están en casa, y la hacen en la costa de Portugal en día y noche. Dirán que salgo del cuento de mi vida y meto en historia; pues á fe que pudiera meterme.

Salí aquella noche de la barra de la Mámora y amanecí en Cádiz, digo, entré antes de medio día. Fuí á Conil donde estaba el Duque; convidóme á comer y sobrecomida, leyó la carta de creencia que traía del Gobernador para el Rey, que se holgó en verla y dijo no perdiese tiempo en ir á Madrid. Dióme una carta para el Rey y una certificación honrada, que la estimo mucho, y en un bolsillo cien doblones, que decían los criados que era la mayor hazaña que había hecho en su vida. Fuí al Puerto de Santa María, donde el proveedor de las fronteras me dió ciento y cincuenta escudos para que corriese la posta, que en tres días y medio me puse en Madrid, de manera que en nueve días entré en Madrid, saliendo de España y yendo á Berbería, volviendo de Berbería á España y de allí á la Corte, que hay ciento y ocho leguas de tierra desde Cádiz. Fuime apear á Palacio y subí en cuerpo al cuarto del Rey, donde salió el Sr. D. Baltasar de Zúñiga, que esté en el cielo, y le di razón de todo y luego entré con Su Ex.ª delante del Rey, é hincando la rodilla le di las dos cartas; la de creencia y la del Duque. Dióselas al Sr. D. Baltasar. Comenzóme á preguntar él Rey las cosas de la Mámora. Dijo el Sr. D. Baltasar: á él se remite Lechuga por su carta. Informé de todo que Su Majestad gustaba, y tanto, que del cordón que tenía   —242→   pendiente el hábito me le asió, y dando con él vueltas me preguntaba y yo respondía; y de allí á un poco dijo el Sr. D. Baltasar: váyase á reposar que vendrá cansado. Bajé por los patios y estaba el portero del Consejo de Estado, que era día dél, aguardándome, y llevóme adentro que los Señores estaban todos en pie. Preguntáronme el estado de las cosas, informé, quedaron satisfechos; con que me fuí y puse á caballo en mis postas camino de casa de un tío que tengo en aquella Corte, correo mayor de Portugal. Reposé, que lo había menester.

A otro día vino un alabardero á mi posada de parte del Señor D. Baltasar á llamarme. Fuí muy contento, y aunque estaba con mucha gente que le quería hablar hicieron lugar. Sentóse en una silla y mandóme sentar en otra y preguntándome qué puestos había ocupado, porque quería Su Magestad hacerme merced, dije que había sido capitán de infantería española y que al presente estaba en el apresto de la armada de Filipinas y recogiendo los destrozos de ella, con cincuenta escudos de sueldo al mes más había de dos años.

Preguntó á qué me inclinaba y tenía puestos los ojos; dije: Señor, yo no soy soberbio por mis servicios; el Consejo me ha consultado en una plaza de almirante de una flota. Dijo: ¡Jesús, Sr. Capitán!, darásele á vmd. al punto con una ayudilla de costa. Yo le besé la mano por ello y dijo que acudiese al secretario Juan de Ynsástigui, que él me daría el despacho. Fuime contento á mi casa y á otro día entré á buscar al Ynsástigui en la covachuela y topé con el Sr. D. Baltasar, el que me dijo: ¿cómo va?; tome vmd. ese despacho y ese billete y tenga paciencia, que Su Magestad al presente no puede más en materia de maravedís. Yo dije: Señor, no he menester dinero si hay tanta falta; reputación busco que no dinero; y volviéndole el billete no quiso que lo dejase, estimando en mucho mi liberalidad, como lo dijo. El billete era de trecientos ducados en plata doble, y el otro ua decreto para D. Fernando Carrillo, Presidente de Indias.

Llevéle al Presidente y me recibió con cara de hereje, que no tenía otra, y me despidió secamente; que á su tiempo se haría lo que Su Majestad mandaba.

Pasó uno y dos meses y no consultaba la plaza. Acudí al   —243→   Sr. D. Baltasar, dióme un billete en que le mandaba anticipase la consulta, porque el Rey deseaba hacerme merced. Llevéle y el buen hereje debía de estar prendado por alguno, que consultó la plaza dejándome fuera, que luego lo supe y sin más dilación me fuí á la audiencia del Rey, que entonces buscaban en los corredores quien le quisiese hablar, y dije: Señor, yo he servido á V. M. 25 años en muchas partes, como parece por este memorial y por el servicio último de haber metido el socorro en la Mamora; V.ª M.d me hizo merced de un decreto para que me diesen la plaza de Almirante de una flota, que por mis servicios he estado consultado en ella otras veces, y agora, mandándomela dar Vuesa Majestad, aún no me ha consultado el Presidente. Cogió el memorial, arrebatándomele de las manos, y volviendo las espaldas se fué y nos dejó á todos confusos, porque era recién heredado. Fuime á consolar con el Sr. D. Baltasar y á darle mi queja como á mi Jefe, y estando aguardando hora llegó el Presidente con su cara dicha, que alguna píldora traía ó le habían enviado de arriba; y entrando me entré con él, aunque no me dejaba el portero ó un gentilhombre que estaba allí. Dije: déjeme vmd. que vengo á lo que el Sr. Presidente. Entré y estaba el Sr. D. Baltasar con el Conde de Monterrey, mi Señor, y un fraile dominico hijo del Conde de Benavente, y el Sr. D. Baltasar en medio de la sala en pié con el Presidente. Me arrimé y dije: Suplico á V.ª Ex.ª pregunte al Sr. Presidente si tiene satisfacción de mi persona. Respondió con las manos abiertas: Señor, que es muy honrado soldado y le enviamos á Puerto Rico y lo hizo muy bien. A esto le dije yo: pues si soy tan honrado, ¿por qué V.ª S.ª no me consultó habiéndolo mandado el Rey, y entervenido su Exª con otro papel?; dijo: otra vez Señor; ya está todo hecho; y dije yo entonces: no le crea V.ª Ex.ª que le está engañando como me engañó á mí. Entonces dió una gran voz: hombre, ya está todo hecho. Respondió el Sr. D. Baltasar: mire V.ª S.ª que el Rey desea hacer merced al capitán. No pudo hablar, que se le añudó el garguero y salió de allí; pero antes que llegase á la calle cayó sin sentido, metiéronle en el coche por muerto y dieron garrotes en los brazos y piernas para que volviese en sí. Dios le volvió su juicio y confesó y murió. ¡Dios le perdone el mal que me hizo! que él se   —244→   quedó sin vida y yo sin almirantazgo, porque el Sr. D. Baltasar, que era mi Jefe, decía que no era razón que me hiciese merced por haber muerto un ministro, como si yo le hubiera dado algún arcabuzazo; ¡no tuviera más culpa algún papel que debió de venir de arriba, que yo he oido que aquel debió de darle la muerte!

Con esto me retiré de Palacio y no entraba en él. Pasaron más de seis meses cuando un día, estando descuidado, entró á buscarme un alabardero de parte del Sr. Conde de Olivares. Fuí con cuidado á ver lo que me quería, y entrando por la sala donde estaba, lo primero que me dijo: Sr. Capitán Contreras, no me dé quejas, que bien veo las tiene. El Rey ha resuelto el hacer una armada para guardar el estrecho de Gibraltar y yo soy el General de ella y en la Junta de armadas se han nombrado 16 capitanes traídos de diferentes partes, práticos y de experiencia; y de los dos que se han escogido de los que están en esta Corte, es el uno el Maese de Campo D. Pedro Osorio, y vmd. el otro; estímelo. Yo agradecí la merced que Su Ex.ª me hacía y díjele: Señor, yo me hallo con 50 escudos de sueldo y he sido capitán dos veces; no se compate agora tornar á tomar compañía y dejar los 50 escudos que tengo en la armada. Y díjome: no hay que tratar, que sus acrecentamientos corren por mi cuenta. Con que le dije: pues sírvase V.ª Ex.ª que esta compañía la levante en esta Corte. Dijo que jamás se había hecho, pero que por contentarme lo trataría con Su Magestad; y lo consiguió, que levantamos los dos, el Maestre de Campo y yo, siendo los primeros capitanes que estando presente la Corte hayan levantado gente y enarbolado banderas.



Capítulo XV

De que levanté otra compañía de infantería en Madrid en Antón Martín y otros sucesos


La mía se enarboló en Antón Martín, y en veintisiete días levanté 312 soldados, que salí con ellos á los ojos de toda la Corte, en orden y yo delante, que este consuelo tuvo mi buena madre, de muchos pesares que ha tenido en este mundo de mis trabajos.

Al segundo día que salí de la Corte hubo en ella nueva que me   —245→   habían muerto en Getafe, cosa que se sintió en Madrid como si yo fuera un gran señor, y de esto pongo por testigo á quien se halló allí. Dicen que en el juego de la pelota lo dijo el Marqués de Barcarrota, que no tuvo otro origen, para lo cual despachó el señor D. Francisco de Contreras, Presidente de Castilla, correos á saber la verdad, para el castigo si acaso hubiera sucedido como lo dijeron. Yo despaché cómo estaba bueno, que se holgaron en la Corte; tanto importa el estar bien quisto.

Saqué de esta muerte falsa que me dijeron algunas buenas personas más de quinientas misas en el Buen Suceso. Supe fueron más de trecientas las que se dieron limosna para decir. Súpelo después del mayordomo del hospital, estando pretendiendo, que se llamaba Don Diego de Córdoba. Pasé á Cádiz con mi compañía y entré con más de trecientos soldados. Embarcámonos y fuimos al Estrecho, que era nuestro sitio. Iba esta armada á orden de D. Juan Fajardo, General de ella. Embarquéme en el galeón Almiranta de Nápoles, que en esta escuadra había seis bajeles famosos de que era General Francisco de Ribera, que lucía toda esta armada con sus bajeles y su valor. Eran de los que tenía en Nápoles el señor Duque de Osuna, y pluguiera á Dios fuera General de toda esta armada el buen Ribera, que diferentemente hubiera sido servido Su Majestad y nosotros ganado reputación. Toda esta armada tenía veintidós galeones gruesos y tres pataches. Salíamos de Gibraltar algunos navíos que señalaban á encontrar algunos de turcos que pasaban por el Estrecho costeando la Africa, aunque no hay de distancia en este estrecho de España á Berbería más de tres leguas, en que se hicieron algunas presas.

Al cabo de muchos días, á 6 de Octubre 1624, encontramos con la armada de Holanda, que traía ochenta y dos velas, aunque no eran todas de guerra. Fuimos á encontrarlos sobre Málaga, á la mar quince leguas. Lo que sé decir que el galeón capitana de Ribera y el mío que era su almiranta, llegamos á pelear á las cuatro de la tarde con los enemigos; el galeón de Ribera y la capitana de D. Juan Fajardo y la almiranta en que iba yo. Lo que sucedió no se puede decir, más que los enemigos se fueron riendo; que si á la capitana de Ribera no la hubieran dado un cañonazo entre dos aguas, que fué menester dar un bote para podello remediar, sabe   —246→   Dios cómo les hubiera ido á los enemigos. Este cañonazo le dieron no siendo la bala cristiana ni de los bajeles del enemigo. Pasemos adelante, que anocheció, y aquella noche se fueron á pasar el Estrecho sin que naide les diera pesadumbre, lo que jamás ellos pensaron, y dieran por partido el haber perdido la cuarta parte de sus bajeles, como se dijo después. Volvímonos á Gibraltar y allí se quedó D. Juan Fajardo, y con Ribera fuímos en busca de los galeones de la plata, que la topamos y trujimos á Sanlúcar, además de dos navíos que tomamos de turcos en el camino y una presa que llevaban de azúcar.

Volvimos á invernar á Gibraltar y caí malo. Dióme veinte días de licencia para ir á convalecer á Sevilla, y porque espiró me proveyó la compañía D. Juan Fajardo. Fuíme á la Corte, quejéme y hízome Su Majestad merced del gobierno de 500 de infantería que habían de ir á servir en cuatro compañías á las galeras de Génova. Levanté la infantería, y estando para marchar me dieron orden fuese con ella á Lisboa para embarcarme en una armada que se había fabricado para resistir á la de Ingalaterra, á cargo de Tomás de Larraspur.

Estuvimos aguardando en Cascaes y en Belén más de dos meses, porque se tenía nueva no iba á ninguna parte, sino á Lisboa, llamados de los judíos; y visto la preparación dieron en Cádiz; y aunque se supo, vino orden no desamparásemos aquel puerto, donde estuvimos hasta que se supo se había retirado á Ingalaterra.

El Marqués de la Hinojosa, que estaba por General de mar y tierra, comenzó á reformar donde entré yo con los de mi tropa, que volvimos á Madrid á que se nos diese orden para ir á nuestras galeras; ya se había enfriado porque dicen había guerra en Lombardía, y no debió de ser sino que los ginoveses son poderosos; y aunque el Duque de Tarsis lo ayudaba, por tener sus galeras guarnecidas con españoles, no pudo conseguir que por ahora se pusiese en ejecución, con lo cual nos quedamos pobres pretendientes en la Corte; aunque yo no libré mal, porque Lope de Vega, sin haberle hablado en mi vida, me llevó á su casa diciendo: Señor capitán, con hombres como vmd. se ha de partir la capa; y me tuvo por su camarada más de ocho meses, dándome de comer y   —247→   cenar, y aun vestido me dió. ¡Dios se lo pague! Y no contento con eso, sino que me dedicó una comedia en la veinte parte, del Rey sin reino, á imitación del testimonio que me levantaron con los moriscos.

Parecióme vergüenza estar en la Corte, mas no teniendo con qué sustentar, que allí parecen mal los soldados aunque lo tengan; y así traté de venirme á Malta por ver en qué estado estaba lo de mi hábito, y cuando me hab ía de tocar algo que comer por él; pedí en el Consejo que me diese algún sueldo para Sicilia, que está cerca de Malta, y diéronme treinta escudos de entretenimiento, cinco más de los que dan agora á los capitanes. Con que tomé la derrota á Barcelona, y de allí me embarqué para Génova y Nápoles y Sicilia. Presenté mi cédula, asentóseme el sueldo, y de allí á un mes que quería ir á Malta con licencia, me hizo merced el Duque de Alburquerque, Virrey de aquel reino, del gobierno de la Pantanalea (Pantalaria), una isla que está casi en Berbería. Tiene una tierra y un castillo con 120 soldados españoles. Pasé por Malta á la ida y hallé que no tenía caravana hecha ni residencia para poder encomendar; además, que las encomiendas que hay en el estado de freiles sirvientes, son pocas y chicas, que la mayor no tiene seiscientos ducados.

Estuve en este gobierno diez y seis meses, teniendo algunos encuentrillos de los que allí vienen pira hacer carne y agua, y así mismo traté de que una iglesia en que tenemos la cofradía de Nuestra Señora del Rosario, era como una venta cubierta con cañas y paja; envié por madera á Sicilia, y por un pintor y colores; reedifiqué esta iglesia cubriéndola con buenas tablas y vigas; hice seis arcos de piedra, una tribuna y una sacristía; pinté toda la iglesia, el techo y capilla mayor con los cuatro evangelistas á los lados, y el altar de Nuestra Señora hice pintar en tablas, que después hice un arco con un Dios Padre encima, y el arco eran los quince misterios, retratado cada misterio.

Doté renta perpetua para lo siguiente: que todos los años por Carnestolendas, el jueves de compadres se dijese una misa cantada con diácono y subdiácono y túmbolo con sus paños negros y cera y más doce misas rezadas, y la víspera el oficio de difuntos con su túmbolo y cera; todo esto por las ánimas del purgatorio.   —248→   Item, dejé renta para que en sabiendo que yo sea fallecido tengan obligación de decirme docientas misas de alma. Más, dejé con que cada dos años limpien la pintura y blanqueen la iglesia; más, dejé cada mes una misa rezada por mi alma, en lo mejor y más bien parado de toda la isla.

Quedó adornada lo mejor que pude; con que pedí licencia al señor Duque de Alburquerque para ir á Roma con él. Diómela de mala gana por cuatro meses. Vine á Palermo y de allí embarqué para Nápoles y de allí vine á Roma.

Traté de que se me diese un Breve para suplirme las caravanas y residencia que tenía obligación de hacer en la religión para encomendar, y habiéndoselo propuesto á Su Santidad no lo quiso hacer, con lo cual me resolví de hablarle, y dándome audiencia le hice relación de mis servicios, y dije que el tesoro de la iglesia era para hombres como yo que estaban hartos de servir en defensa de la fe católica; lo cual, considerando Su Santidad estos trabajos con su cristiandad, no sólo me concedió el Breve facultativo, mas me lo concedió gracioso, y más con otro en que ordena á la Religión que en consideración á los servicios me reciban en grado de freile caballero, gozando de mi ancianidad, y poder caber en todas las encomiendas y dignidades que los caballeros de justicia gozan; y más, me concedió un altar privilegiado perpetuo para la isla de la Pantanalea, en mi iglesia, con no haber más de tres misas que son menester, hecho para el altar por siete años, con que quedé contento; pero faltaba lo mejor, que era el despachar estas cosas con los ministros monseñores, que les pareció eran muchas gracias y nunca vistas, como es verdad, y ansina me las coartaban con mil cláusulas; pero todo esto lo allanó el Conde de Monterrey, mi señor, y mi señora la Condesa, su mujer, con recados y billetes que escribieron á los ministros, que era imposible si no fuera por Sus Excelencias el podello conseguir. Eran Sus Excelencias al presente Embajadores en Roma extraordinario, y habiéndome despachado quise ir á Malta y Palermo, donde tenía mi sueldo, y pidiéndole licencia á Su Excelencia me ordenó por algunas causas que se ofrecieron no me partiese de Roma. Hícelo y estimélo, mandando que me diesen mis treinta escudos al mes á su tesorero, que lo ha hecho con mucha puntualidad.
  —249→ 

Pedí licencia á Su Excelencia, después de pasados seis meses, para presentar los Breves. Diómela por dos meses y que volviese dentro dellos. Partí de Roma y fuí á Nápoles y Sicilia y de allí á Malta, donde presenté los Breves con las cartas de Su Excelencia, y al punto fueron obedecidos, con lo cual me armaron Caballero con todas las solemnidades que se requieren, y dieron una Bula que la estimo más que si hubiera nacido del Infante Carlos, en que dicen que por mis notables hechos y hazañas me arman Caballero, gozando todas las encomiendas y dignidades que hay en la Religión y gozan todos los Caballeros de justicia. Hubo aquel día sopa doble en un gran banquete. Partí de Malta para volver á Roma y vine en poco tiempo, porque en ir y estar, negociar y volver á Roma, fué en treinta y cuatro días, habiendo de camino casi trecientas leguas.

Llegué á Roma y besé la mano al Conde mi señor y mi señora la Condesa. Holgáronse de mi buen despacho y vuelta tan presto.

A ocho días después de llegado á Roma me mandó el Conde mi señor fuese con dos carrozas de campaña suyas, de á seis caballos cada una, á traer los señores Cardenales Sandoval y Espínola y Albornoz que venían de España y habían de desembarcar en Puerto de Palo, veinte millas de Roma, y asimismo me ordenó los convidase de su parte para que viniesen á alojar en su casa, donde les tenía hecho un gran alojamiento.

Llegué á Palo donde estaban sus Eminencias en el castillo. Hice mi embajada; estimáronlo mucho, pero respondieron no pensaban entrar en Roma por ser tiempo de mutaciones, sino irse á algunas partes cerca della; y ya tomada esta resulución les supliqué lo mirasen bien, anteponiendo el servicio del Rey, con lo cual se aventuraron á perder su salud, y á dos horas antes de noche mandaron poner las carrozas en orden, que había ya diez y siete de campaña.

Metiéronse los señores tres Cardenales en la carroza del Conde mi señor y los camareros suyos en la otra y yo. Comenzaron á picar las unas y las otras porque no les diese el sol, pero dime tan buena maña que entré en Roma al amanecer con solas las dos carrozas del Conde mi señor, sin que pudiese seguir nenguna   —250→   de las diez y siete, y con ellas los truje á casa muy trempano (sic), día de San Pedro, cuando se presenta la hacanea al Papa.

Fueron alojados en casa del Conde mi señor, cada uno en su cuarto, con la ostentación y regalo que se puede creer, con sus camareros y otros criados.

Estuvieron allí hasta que tomaron casas, que debió ser un mes, y allí fueron visitados de todo el Colegio de los Cardenales, y regalados del Conde mi señor; y yo me volví á mi posada donde estoy y estaré hasta que su Excelencia me mande otra cosa, que no deseo sino servirle. Una cosa digo que es milagro: que entraron estos señores en Roma, día de San Pedro, cuando las mutaciones están en su punto y de toda la familia que traían estos señores, que son más de trescientas personas, no se murió ninguno, y á sus Eminencias no les ha dolido la cabeza, con lo cual digo que es chanza lo de las mutaciones; es verdad que yo les dije á todos en Palo que se guardasen del sol y entrando en Roma de hincar, que con esto no habría mutación. Esto ha sucedido hasta hoy que son 11 de Octubre de 1630; y si hubiera de escribir menudencias sería cansar á quien lo leyere; además, que cierto que se me olvidan muchas cosas, porque en once días no se puede recopilar la memoria y hechos y sucesos de treinta y tres años. Ello va seco y sin llover, como Dios lo crió y como á mí se me alcanza, sin retóricas ni discreterías, no más que al hecho de la verdad.

Alabado sea Cristo.

Capítulo XVI

[Llegada del Marqués de Cadreyta á Roma; erupción del Vesubio; mi estancia en los Casales de Capua; mi gobierno de la ciudad de Aquila]


Luego se siguió que el Conde mi señor resolvió hospedar al Sr. Marqués de Cadreyta que iba por Embajador ordinario á Alemania, y pasó por Roma, por Embajador de la Serenísima Reina de Hungría, y el Conde mi señor me ordenó le fuese á recibir al camino y ofrecerle su casa, y porque no traía las cartas de la Reina con las circunstancias que son menester para que el Papa le recibiese como Embajador, le hube de llevar á Frascate, gran recreación,   —251→   donde estuvo regalado hasta que la Reina tornó á escribir, con lo cual entró en Roma y vino á parar en casa del Conde mi señor, donde fué regalado y servido, y después de besado el pie al Papa y recibido sus visitas y hécholas su Señoría también, se partió para Ancona, donde halló á la Reina y embarcó para la Corte cesárea á ejecutar y ejercer su embajada, que la que hizo en Roma fué muy lucida y costosa, digna de tal señor.

Luego dentro de pocos días envió el Conde mi señor á pedir una galera á la Sra. Condesa de Tarsis para que fuese en ella el secretario Juan Pablo Bonete y yo á hacer ciertas diligencias en Madrid. Vino la galera, donde nos embarcamos y llegamos á Barcelona, y de allí se me ordenó corriese la posta, porque importaba. Hícelo, con lo cual tuvo el Conde mi señor su deseo por haber llegado con brevedad.

Estuve en Madrid más de dos meses (año 1631), donde me holgué en ver lindas comedias del Fénix de España, Lope de Vega, tan eminente en todo y el que ha enseñado con sus libros á que no haya naide que no sea poeta de comedias, que este solo había de ser para honra de España y asombro de las demás naciones.

De Madrid me mandaron me partiese para Nápoles, donde era Virrey el Conde mi señor, y en llegando me mandó tomase una Compañía de infantería española. Díjele como yo lo había sido ya cuatro veces; porfióme y toméla, con la cual entré de guarda á su persona, y de allí á dos meses me envió de presidio á la ciudad de Nola, y estando allí quieto una mañana, martes 16 de Diciembre amaneció un gran penacho de humo sobre la montaña de Soma, que otros llaman el Vesubio, y entrando el día comenzó á oscurecerse el sol y á tronar y llover ceniza. Advierto que Nola está debajo casi del monte cuatro millas y menos. La gente comenzó á temer viendo el día noche y llover ceniza, con lo cual comenzaron á irse de la tierra, y aquella noche fué tan horrenda que me parece no puede haber otra semejante al día del juicio, porque demás de la ceniza llovía tierra y piedras de fuego como las escorias que sacan los herreros de las fraguas, y tan grandes como una mano, y mayores y menores, y tras todo esto había un temblor de tierra continuo que esta noche se cayeron 37 casas y se sentía desgajar los cipreses y naranjos como si los partiesen   —252→   con un hacha de hierro. Todos gritaban ¡misericordia!, que era terror oirlo. El miércoles no hubo día casi, que era menester tener luz encendida. Yo salté en compaña con una escuadra de soldados y truje siete cargas de harina y mandé cocer pan, con lo que se remediaron muchos de los que estaban fuera de la tierra por no estar debajo de techado. Había en este lugar dos conventos de monjas, las cuales no quisieron salir fuera, aunque el Vicario les dió licencia para ello antes que se fuera, los cuales conventos se cayeron, y no hizo mal á naide porque estaban en el cuerpo de la iglesia rogando á Dios.

Los soldados de mi compañía casi se levantaron contra mí en esta forma: hicieron su consejo entre ellos diciendo que viniesen juntos á forzarme saliese de allí, porque el fuego llegaba cerca. Topéles juntos en una calle, que venían á lo dicho, y yo como lo vi les dije: ¿dónde, caballeros? Respondió uno, señor... y antes que dijese más, dije yo, señores, el que se quisiese ir, váyase, que yo no he de salir de aquí hasta que me queme las pantorrillas, que cuando llegue á ese término, la bandera poco pesa y me la llevaré yo. Con ésto no hubo naide que respondiese. Pasamos este día unas veces de noche y otras con poco día. Las lástimas eran tantas que no se pueden decir ni asegurar, porque ver la poca gente que se había quedado, desmelenadas las mujeres y las criaturas sin saber dónde meterse y aguardando la noche natural, y que allí caían dos casas, allí otra se quemaba, se deja considerar, y por cualquiera parte que quisiera salir era imposible porque se hundía en la ceniza y tierra que cayó el jueves por la mañana. Trabajó el elemento de el agua aunque no cesaba el fuego y llover ceniza y tierra, porque nació un río tan caudaloso de la montaña que sólo el ruido ponía terror: un pedazo de él se encaminaba á la vuelta de Nola, y yo tomé treinta soldados y gente de la tierra con zapas y palos é hice una cortadura, de suerte que se encaminó por otra parte y dió en dos lugarejos, que se los llevó como hormigas con todo el ganado y bestias mayores que no se pudieron salvar, con que consideré si cuando los soldados venían á que me fuese me voy se anega la tierra.

El viernes quiso Dios que lloviese agua del cielo revuelta con tierra y ceniza, que hizo una argamasa tan fuerte que era imposible   —253→   cortarla aunque fuese con picos y azadones, conque tuve algún consuelo por si apretaba el fuego tener por dónde salir.

El sábado se cayó casi todo el cuartel donde estaba la compañía; pero no hizo mal á nadie porque los soldados más querían estar al agua y ceniza en la plaza que en el cuartel y en la iglesia mayor que era damuzada (sic), anque se meneaba como enjuagadientes en la boca, de los terremotos que había.

Domingo me vino una orden del Conde pensando estaba todo perdido porque no podían haber pasado, en que me mandaba saliese y me fuese á Cápua, y aunque me pesó, cierto, por dejar aquellas monjas, que viéndome ir se habían de desanimar, me fué fuerza el usar de la orden porque si sucedía algo no me culpasen. Salí con lo que tenía acuestas, porque aunque quisiera traer un baul no había en qué. Llegamos á Cápua que era dolor el vernos, tan desfigurados que no parecíamos sino que habíamos sido trabajadores en el infierno; los más descalzos, medio quemados los vestidos y aun los cuerpos. Allí nos reparamos ocho días é hicimos Pascua de Navidad, aunque el Vesubio siempre vomitaba fuego.

Al cabo de ocho días me envió el Conde una patente para que me alojase en los Casales de Cápua; hícelo y en ellos nos acomodamos algo de lo perdido, y á mí me trujeron de Nola dos baules de vestidos, que todo lo demás de una casa se perdió: fue dicha no perderse los baules también.

En estos Casales hay una usanza lo más perniciosa para los pobres y es que los ricos que pueden alojar ordenan de primeras órdenes á un hijo y á éste le hacen donación de toda la hacienda, con que no pueden alojar, y el Arzobispo les defiende porque le sustentan: yo dí cuenta al Obispo de esta bellaquería y respondióme que aquello era justo; yo me indigné y saqué los soldados de casa de los pobres y llevélos en casa destos ricos, y preguntaba yo: ¿cuál es el aposento del ordenado?, decían, éste; yo decía: guárdese como el día del domingo; y estotros, ¿quién duerme en ellos?; señor, el padre, la madre, las hermanas y hermanos; y en estos alojaba á tres y á cuatro soldados; quejáronse al Arzobispo y él escribióme á decir que mirase que estaba descomulgado; yo reíme de aquello y uno de estos clérigos salvajes, que así los llaman   —254→   por este reino, porque no tienen más de las primeras órdenes y son casados muchos, púsose en una yegua para quejarse al Arzobispo, y un soldado dióle una sofrenada diciendo se agnardasé hasta que me lo dijeran á mí. La yegua no sabía de freno más que el dueño latín, con lo cual se empinó y dió con él en el suelo, que no se hizo provecho.

Con todo su mal fué á quejarse; con que el Obispo me envió á decir que estaba descomulgado por el capítulo quisquis pariente del diablo (sic). Yo le respondi que mirase lo que hacía, que lo entendía el capítulo quisquis, ni era pariente del diablo, ni en mi generación le había; que mirase que si me resolvía á estar descomulgado que no estaba naide seguro de mi sino en la quinta esfera; que para eso me había dado Dios diez dedos en las dos manos y ciento cincuenta españoles. El tomó mi carta y no me respondió más de que les envió á decir á los Casales que hiciesen diligencia con el Virrey para que me sacase de allí, que él haría lo mesmo, porque no hallaba otro remedio. Hiciéronla apretada; pero en el inter me lo pagaron los ricos sin que padeciese nengún pobre, que no fué tan poco que no duró más de cuarenta días.

Pasados éstos me envió el Virrey á la ciudad del Aguila90, de las mayores del reino, en la cual habían perdido el respeto al Obispo de aquella ciudad y aun querídole matar, y mandóme que fuese á castigar los culpados: yo partí destos Casales á los 9 de Febrero y pasé el llano de las Cinco millas, que llaman, el cual estaba media pica de nieve: hubo lindas cosas en este llano con los soldados.

Esta ciudad es tan inobediente por estar á los confines de la Romanía, que casi no conocen al Rey. Yo llevaba 150 españoles de los de cuarto y ochavo, y entré en la ciudad escaramuceando con mis pardillos. Iba con título de Gobernador y Capitán á guerra: comencé á prender y ellos á huirse. Alojé los pardillos en sus casas de los culpados, que no les estuvo mal, y eché bando que no anduviese naide ni entrase en la ciudad con bocas de fuego, que en ellos era costumbre como llevar sombrero. Obedecieron   —255→   luego, que fué milagro según decían todos; y un día llegaron á la puerta de Nápoles seis criados del Virrey de la provincia que era el Conde de Claramonte, con sus escopetas y pistoletes de los chiquitos, y traían unos cabellos larguísimos á lo nazareno, que es aquí hábito de bandidos ó salteadores, que todo es uno. Dijéronlos que no podían entrar sin orden del Gobernador y capitán á guerra: respondieron que no conocían al capitán á guerra; y como de cuatro soldados que estaban á la puerta se habían ido los dos á comer, entraron y fuéronse á dar pavonada á la plaza, no haciendo caso de naide, como lo pasado. Yo lo supe y mandé cerrar las puertas de la ciudad y con ocho soldados salí á buscallos. Hallélos como si no hubieran hecho liada, y quiriéndoles prender, se metieron á hacer armas, que las tenían muy buenas; pero no les valió porque de Romanía cerré con ellos y los prendí anque me hirieron un soldado.

Presos, luego al punto les hice la causa y dí dos horas de término á cada uno, y pasadas los condené á cortar los cabellos nazarenos y que se los pusiesen al pescuezo, y subidos cada uno en sus borricos, á usanza de mi tierra, les diesen cada doscientos azotes, lo cual se hizo con gentil aire aunque el verdugo se estrenó en semejante justicia, que para él era nueva y aun para la ciudad. Apeados de sus jumentos fueron curados con sal y vinagre á usanza de galera y á otro día los encaminé á las galeras de Nápoles con cada seis años, por entretenidos, cerca la persona del cómitre á quien tocaron.

Al Señor Virrey ó Presidente de la provincia le pareció imposible la justicia y certificádose dello me escribió que con qué autoridad había hecho aquello. Respondile que con la de capitán á guerra. Tornóme á escribir que él sólo en aquella provincia lo era. Yo le dije que eso se lo pleitease con el Conde de Monterrey que era el que me había enviado la patente, y con esto se determinó el venir á prenderme al Aguila, y para ello juntó trecientos hombres de á caballo y algunos de á pie. Súpelo y escribíle que mirase su Señoría que era levantar la tierra y que ella lo estaba casi, pues yo había venido á castigar; que pues era Ministro del Rey, no intentase tal cosa sino que diese cuenta al Conde como á Virrey del reino; y si yo había hecho mal me castigaría.   —256→   El no hizo caso de esto, sino trataba de seguir su intento. Yo que tenía espías ví que iba de veras y traté de escoger de ciento y cincuenta españoles que tenía, los ciento con su pólvora y balas y cuerda, y en un gallardo caballo que yo tenía puse mis pistolas y encima de mi persona dos mil escudos en doblas y salí á aguardalle á un puesto, donde le escribí una carta diciéndole que pues miraba tan mal por el servicio del Rey, que prosiguiese su camino y que trujese buen caballo, porque si le cogía le juraba á Cristo que lo había de azotar como á los otros; y lo hiciera mejor que lo digo, porque yo estaba seguro el rendir su gente, que era toda canalla, y hecho en él lo dicho irme á Roma y á Milán y á Flandes, conque se acababa todo; y de donde estaba yo en seis horas me metía en el estado de la Iglesia.

El se resolvió tomar mi carta y enviársela al Virrey Conde de Monterrey y se volvió á su casa ó tierra y yo á la mía.

A otro día tuve noticia que andaba un caballero haciendo mil bellaquerías en campaña y en conventos de monjas, hincando lo que más bien le parecía. Yo como me había resuelto ya de ir á campaña contra el Presidente, ¡pardiez! que me encaminé la vuelta de un lugarejo donde el dormía y le parecía que estaba como el Rey en Madrid y le dí una alborada, hallándole en la cama, aunque se arrojó por una ventana á un huerto; pero hubo otros tan buenos saltadores que le pescaron; atáronle y truje á la ciudad del Aguila, que se quedaron espantados de que hubiese quien se atreviese á prendelle. Metílo en el castillo é hice la causa y hecha le dí dos días de término, en los cuales se trató de hacer un tablado en medio de la plaza y hacer los cuchillos para el sacrificio. La gente se burlaba de ver el tablado y de oir que era para cortalle la cabeza; pero más se admiraron cuando le vieron al quinto día á las tres de la tarde sin cabeza, que se la cortó un mal verdugo, al cual le dí un vestido mío y diez escudos; el pobre no era prático; pero fué como los médicos que enseñan en los hospitales á costa de inocentes, aunque este caballero no era sino grandísimo bellaco. Llamábase Jacomo Ribera, que cualquier brucés le conocerá aunque sea por el nombre, natural de la ciudad del Aguila.

Estaba en esta ciudad por la Pascua de Resurrección, y los   —257→   jurados ó regidores estaban conmigo mal porque no les dejaba vivir como querían, y parecióles que el día de Pascua tenían alguna excusa el no acompañarme á la iglesia y con esto me hacían algún pesar. Yo les había dicho el jueves santo se comulgasen como lo hacía yo, y ellos como tenían la malicia no quisieron comulgar. Llegó el día de Pascua, donde el Obispo decía la misa de pontifical. Yo aguardé hasta que salió la misa y fuí, púseme en mi silla con sólo mi asesor, aunque éste nunca quiso firmar ninguna sentencia de las contadas; pero no me espantó que era de la tierra y se había de quedar en ella. Advierto que en esta ciudad el magistrado ó regidores, que son cinco, cada uno tiene dos criados que se los paga la ciudad, vestidos de colorado, y ninguno de estos regidores ó jurados no saldrá de casa sin estos dos criados, ni irá á otra parte aunque importe la vida.

Yo como me ví solo á la misa pontifical y conocí la malicia de estos bergantes, llamé al sargento desde mi silla y dijéle: vaya y préndame todos los criados del magistrado y en casa de cada uno de los magistrados, meta seis soldados, con orden que coman cuanto hallaren en casa y en la cocina, teniendo mucho respeto á las mujeres, y que no se salgan hasta que yo los mande. Ejecutóse al punto, y más que había soldado que con ser día de Pascua no se había hecho lumbre en su casa. Los jurados tuvieron nueva del caso y como no tenían los de las capas coloradas no podían venir á volver por sí. Enviaban gentiles hombres y recados: yo decía vinieran ellos, y como no podían venir, estuviéronse cada uno donde les cogió el sargento los criados. Pidióme el Obispo sacase los soldados de las casas ó que, soltase los criados, porque fuesen los jurados á sus casas. Concedí que saliesen los soldados de las casas con que les diesen á cada uno tres tostones que son nueve reales. Diéronselos al punto y dieran trescientos ducados por no los ver en casa, ¡tanto nos quieren! Tuvieron los soldados y sus camaradas con los nueve reales cada uno y comido, mejores pascuas que los jurados, porque las hicieron en el lugar donde les prendieron los criados, que por no perder la usanza ó privilegio no fueron á sus casas. Hízome instancia el Obispo soltase los de las capas coloradas; yo dije les había prendido á todos porque no se excusasen unos con otros, cual era el que me había de haber llevado la almohada y puesto en la iglesia; pero que pagase cada uno un ducado para los arrepentidos y los soltasen; y al punto lo pagaron y salieron los jurados de su encantamiento, que ellos por tal tuvieron. Otras mil cosillas me sucedió con estos y era que el pescado y la carne lo ponían á precios subidos, y el pan, porque les daban á cada uno un tanto en especie de pescado y carne y tocino y el del pan en dinero. Yo súpelo y dije que cuando fuesen á poner las posturas me llamasen. Hiciéronlo, y así como la ponían decía yo: ¿v. s.ª no ve que es conciencia ponerlo tan bajo, que merece más, y subiéndolo habrá abundancia? Ellos veían el cielo abierto y subían más. Después de hecha la postura decía yo á cada uno dellos, señores: yo tengo tanta gente en mi casa y aunque soy franco por caballero de Malta y capitán de infantería y capitán á guerra y gobernador, quiero comenzar y pagar á la postura y así cada uno de v. s.ª ha de llevar conforme tiene la familia y lo ha de pagar aquí, como yo, y ¡voto á Dios! que si vosotros les dais una onza de nada, que os he de azotar; y como ellos vían que no era yo de burlas hacíanlo. Decían los jurados: Señor, que en nuestra casa no se come pescado:-pues yo quiero que lo coman y gocen de la postura, como yo y los pobres. Esto bastó para que la postura bajase la mitad y más en todas las cosas.

Volviendo á nuestro Presidente ó Virrey de la provincia, había enviado la carta que yo le escribí última al Conde de Monterrey y se resolvió el sacarme del Anguila, á istancia del Préside y de los jurados; pero sacónos á él y á mí en un día. A mí me dió una Compañía de caballos corazas ante de salir del Aguila y á él no le dió nada. Este fin tuvo el gobierno del Aguila, que tuve tres meses y siete días.



Capítulo XVII: De varias cosas que me sucedieron en Cápua; alabanzas del Conde y de la Condesa de Monterrey; me retiro de su servicio


Partí del Aguila para Nápoles á tomar posesión de la compañía de caballos; halléla que estaba alojada en Cápua y fué fuerza traerla á Nápoles, adonde me la entregó D. Gaspar de Acevedo, General de mil caballos.

Este día que me la entregó D. Gaspar de Acevedo delante del escribano de ración D. Pedro Cuncubilete, se tasaron los caballos de la compañía, la cual había tenido D. Hector Piñatelo, que le promovieron á teniente de Maese de campo general. Dijo un soldado que le había trocado el caballo y otros dijeron lo mesmo, y yo dije: aquel que trae V.ª S.ª es de la compañía, y los soldados dicen tiene V.ª S.ª los mejores caballos y dado rocines, y son del Rey. Respondió, no es verdad: que yo no he tomado caballo nenguno. Más aunque entre italianos no es palabra ofensiva, «no es verdad», no quise estar en opiniones, porque había muchos españoles y italianos delante, con lo cual alce la mano y le encajé la barba asiéndole de ella al punto. Arrojó él bastón y sacó su espada, como valiente caballero; pero yo no fuí lerdo en sacar mi herraza, donde hubo una pendencia sin sangre, porque era tanta la gente que era imposible el herirnos. Un pobre tudesco de la guarda del Virrey, que estaba allí, lo vino á pagar, que salió con una cuchillada en la cara, como si fuera el encajador.

Prendiónos D. Gaspar de Acevedo, como General de la caballería y capitán de la guardia del Conde de Monterrey. Estuvimos presos en casa cada uno con guardas tres días, hasta que el Conde, mi señor, mandó con la relación de los Maestres de campo y Príncipe de Asculi que nos hiciesen amigos en su antecámara: por el D. Hector salió el Príncipe de la Rochela y por mí salió el S.r D. Gaspar de Acevedo, con que de allí adelante cada uno andaba ú yo por mejor decir, ojo avizor, como dicen los hampones.

Ya yo era capitán de caballos, con que comenzaron nuevos cuidados, y más con que el Conde, mi señor, quiso hacer una muestra general de toda la caballería del reino, y la nueva levantada que era más de dos mil quinientos caballos y la infantería española y italiana que era mucha y muy lucida, anque en esta muestra no se halló infantería del reino de milicia, sino la levantada, que eran los españoles dos mil y setecientos y los italianos ocho mil, escogida gente.

¡Qué sería menester de galas para este día! que yo con ser pobre, saqué mi librea de dos trompetas y cuatro lacayos, todos de grana, cuajados de pasamanos de plata, tahalíes y espadas doradas y plumas, y encima de los vestidos gabanes de lo mesmo.

Mis caballos, que eran cinco, con sus sillas; dos con pasamanos de plata y todos con sus pistolos guarnecidos en los arzones. Saqué unas armas azules con llamas de plata, calcillas de camuza, cuajadas de pasamano de oro, y mangas y coleto de lo mesmo, un monte de plumas azules y verdes y blancas encima de la celada y una banda roja recamada de oro cuajada; que á fe podría servir de manta en una cama. Yo entré de esta manera en la plaza con mi alférez y estandarte y ochenta caballos detrás bien armados; los soldados con sus bandas rojas, y mi hermano, que era mi tiniente, detrás de la compañía, harto galán. Dejo considerar como entrarnos...

Los demás capitanes, que eran en cantidad, pasamos todos por delante Palacio, donde estaban en un balcón el Conde, mi señor, y los eminentes Cardenales Sabeli y Sandoval, y en otro balcón mi Señora la Condesa de Monterrey y mi Señora la Marquesa de Monterroso con sus damas. Todas las compañías como iban entrando en la plaza de armas hacían un caracol y abatían los estandartes y la infantería las banderas, y pasaron al largo del castillo donde se hizo el escuadrón y nosotros peleamos con él, que cierto era de ver pelear la caballería con la infantería. A este tiempo ya Sus Excelencias habían pasado con los señores Cardenales á Castelnovo y al pasar se disparó toda la artillería, que era mucho de ver, y hacíase ésto tan al vivo, que no faltaba más que meter balas, que todas las demostraciones se hicieron; pero tal Capitán general teníamos para que no lo hiciéramos, que aunque se hubiera criado toda su vida en la guerra no podría saber mandar más como mandaba y á sus tiempos; y no es adulación, que certifico que con haber conocido infinitos Príncipes no he visto quien sepa tener tanta grandeza como este Señor; y sino dígalo la embajada de Roma extraordinaria de 1628, con la grandeza que allí estuvo, los muchos huéspedes que yo conocí en su casa alojados, los Señores Cardenales Sandoval, Espínola y Albornoz, un hermano del Conde de Elda y otro del de Távara y la del mismo Conde y mi Señora la Condesa, y todos comían en sus cuartos aparte y á un tiempo, y no se embarazaban los oficios, ni reposteros, ni botilleres, ni cocineros, ni la plata, porque cada uno tenía lo que había menester; además que cada uno tenía un camarero y un mozo de cámara, y para todos había carrozas á un tiempo sin pedir á naide nada prestado. Yo ví colgadas treinta y dos piezas con sus doseles de verano y otros tantos de invierno.

Fué este Señor el que hizo tan señaladas fiestas al nacimiento del Príncipe nuestro Señor, que Dios guarde, por Octubre 1629, que hoy los romanos tienen que decir y aun los extranjeros que allí se hallaron. Tantas comedias, tantas luchas, tantos artificios de fuego, tantas fuentes de vino, tantas limosnas á los hospitales, derramar tres días á reo por las tardes cantidad de dinero, oro y plata á puñados; y para más prueba baste decir que en este tiempo éramos tan mal vistos en Roma que no se puede encarecer, y estas grandezas les obligaba á que fueran por dentro de Roma apellidando, ¡viva España! que no hay más que decir.

Pues ¿quién ha tenido en aquella ciudad capitanes entretenidos, como los tuvo el Conde á treinta escudos cada mes á cada uno, y éramos cuatro y yo era el uno, pagándonos de su bolsa con puntualidad?; y todo esto lo gobernaba Gaspar de Rosales, tesorero de Su Ex.ª, que jamás dejó que nadie se quejase de Su Ex.ª en aquella corte, al cual hizo Su Ex.ª Secretario de Estado y Guerra de Nápoles cuando pasó á ser Virrey, oficio en el buen secretario bien merecido por su vigilancia y limpieza de manos; y es cierto que muchas veces un Señor acierta por tener un buen criado, y al revés por tenerlo malo.

Pues en Nápoles, ¿qué Virrey ha habido que busque los hombres que tienen méritos, los cuales estaban arrinconados en algunos castillos, desesperados, y Su Ex.ª los ha sacado y premiado que yo conozco muchos?; con que toda la nación se ha [regocijado] viéndose premiar. ¿Quién ha enviado en quince meses á Milán, como el Conde, dos tercios de italianos de á tres mil hombres y setecientos mil ducados y á España seis mil infantes y mil caballos en veinticuatro galeones?; la infantería á cargo del Marqués de Campo Lataro y la caballería al de el Príncipe de la Rochela, y juntamente veinticuatro sillas, bridas bordadas con sus caballos escogidos, y otros tantos pares de pistolas que no tenían precio, y para encima de cada caballo una cubierta de brocado que llegaba á las corbas de los caballos; esto iba de presente para Su Majestad y Señor Infante Carlos, que esté en gloria, y Señor Infante Cardenal. Pues si tratase de mi Señora la Condesa, la afabilidad que ha tenido con todas aquellas señoras tituladas del reino, repartiendo los días de la semana en los hespitales, y á los de las mujeres ir á servillas con sus manos, llevando de Palacio toda la comida que se había de gastar aquel día; y de ésto soy buen testigo; pues ¿un convento de mujeres españolas arrepentidas que ha fundado y otros á que cada día ayuda con sus limosnas, favoreciendo y honrando á todos los que quieren valerse de su intercesión? en suma, señor letor, no le parezca pasión lo que he dicho, porque he quedado muy corto, y juro á Dios y á esta cruz que cuando escribo ésto que son 4 de Febrero de 1633 me hallo en Palermo y en desgracia del Conde mi Señor, que adelante lo verán el cómo y porqué; pero, con todo, estimo ser su criado, aunque en desgracia, más que criado de otro en gracia, porque jamás seré ingrato á las mercedes recibidas en su casa y pan comido.

Volviendo á mi discurso, digo, señor, que se acabó nuestras escaramuzas, que fué á 20 de Junio de 1632. Fuímonos á casa cansados y sudados, y á otro día mandó el Conde se repartiese toda la caballería por las marinas para defendellas, por haber venido nueva de la armada turquesca. A mí me tocó ir con quinientos caballos, cabo tropa de ellos, al Principado de Citra, donde estuve hasta fin de Agosto en campaña de Bol y en Achierno. En este lugar era por caniculares, y hacía tanto frío que era menester echar dos mantas en la cama; y así, de día, ejercitábamos los caballos, escaramuzando unos con otros, y á veces corríamos una sortija.

Había un caballo grande en la compañia, de cuatro años, y era tan pernicioso, que había casi estropeado cuatro soldados, y á uno del todo; y para herrarle era menester atarle de pies y manos, y era tan feroz, que echado en el suelo quebraba todas las cuerdas, aunque fueran gordas. Yo mandé lo llevasen al convento de el Sr. San Francisco y que lo daba de limosna. Lleváronlo en pelo y el guardián dijo que ya que le hacía la limosna le hiciese un contrato para podello vender. Este caballo estuvo aquella noche tan feroz que no se atrevían á llevarlo á beber, y á otro día hice el contrato, y me dijo el guardián: Señor, yo temo que este caballo ha de matar algún fraile. Fuése con su contrato al convento, y á otro día me dijo: Sr. Capitán, el caballo se está quedo y parece se ha quietado algo; en suma, en seis días se puso tan doméstico que no había borrico como él, y le echaron con una yegua que tenía el convento y andaba con ella como si no fuera caballo, que todo el lugar se maravilló. Yo tenía un caballo, entre otros, que llamaba Colona; y como íbamos á correr y escaramuzar cada día á la alameda de San Francisco, este día me puse sobre este caballo, que era manso, y yo había escaramuzado y corrido lanzas muchas veces en él, y poniéndole en la carrera jamás quiso partir: yo me enojé y le di de las espuelas y salió, y á cuatro pasos se paró. Tornéle al puesto y hice lo mesmo: el caballo no quiso correr sino muy poco, y á través. Rogaron me apease y que no corriera. Un soldado me dijo: démele vmd., que yo le haré correr y no le quedará ese vicio: yo me apeé y el soldado subió en él, y no hubo bien subido cuando el caballo disparó á correr y hasta que se estrelló en una pared, él y el soldado, no paró, y cayeron entrambos muertos, de que me quedé espantado. O fue la limosna que di del caballo ú de un altar que hice se fabricase para decir misas por las ánimas del Purgatorio y un Breve que les hice venir de Roma para un altar privilegiado. La causa Dios lo sabe, á quien doy gracias por tal beneficio con los muchos que me hace cada día.

Entré en Nápoles con mi compañía, y alojáronme en el puente de la Madalena, de donde salía cada noche con veinte caballos á batir la marina de la Torre del Griego, y las demás compañías hacían lo mesmo por la otra parte de Puzol.

Yo tenía muy buenos caballos, y las compañías de mi tropa no eran buenos, y así, por rehacerlas, mandó el Conde se reformase mi compañía, lo cual se hizo, y Su Exc.ª me hizo merced del gobierno de Pescara, que es de lo mejor de aquel reino. Beséle la mano al Conde por la merced, y estúveme ansí más de un mes sin pedir los despachos; y una mañana me envió á decir el Conde, mi señor, con el secretario Rosales, que gustaría que aprestase dos galeoncetes y un patache que estaban en el puerto, y que fuese á Levante con ellos á piratear un poco.

A esta sazón yo me hallaba con un hermano que había servido á Su Majestad veinte años en Italia y armada Real de soldado, sargento y alférez y gobernador de una compañía tres años con patente de general y con ocho escudos de ventajas particulares del Rey, y al presente se hallaba reformado de Tiniente de caballos corazas. Díjele al secretario: Señor, yo haré lo que me manda el Conde; pero mire vmd., que tengo á mi hermano, y que por lo menos quede en Pescara por mi Tiniente. Díjome que no podía ser, que había de ser capitán el que había de ocupar aquello. Pedí le hiciesen capitán del patache y aun se lo supliqué yo á boca al Conde: no lo quiso hacer. Dije que le diesen una compañía de los ramos y gente suelta que se había de embarcar conmigo. Dijéronme que sí. Yo en este inter trabajaba en aprestar los bajeles, y decía al secretario: vmd. no se burle conmigo. Dígale al Conde acabe de ajustar esto; juro á Dios, que si no lo hace, que no me he de embarcar ni hacer el viaje. En esto anduvimos hasta que una noche, en su escritorio, me desengañó, diciendo que no le habían de dar nada, y que nos habíamos de embarcar entrambos. Con esto me vine á mi casa, y considerando que yo no tenia plaza en aquel Reino ni sueldo de Su Majestad, ni mi hermano tampoco; y así, viendo que mi hermano decía: Señor, yo he servido como todo el mundo sabe, y V. m. ha hecho por muchos y yo no tengo acrecentamiento; el mundo pensará tengo algún traje y como vía que tenía razón, me obligó á coger mi poca ropa y meterla en el convento de la Santísima Trinidad, y de allí escribí un papel al Secretario del tenor siguiente:

«No se espante V. m. que yo haya sido prolijo en que se acomodase mi hermano, pues habiendo yo de ir este viaje, él había de quedar, si yo faltase, con las obligaciones de este sobrinillo y sobrina, huérfanos, que no tienen otro padre sino yo; y pues vmd. me desahució anoche que no le había de dar nada, yo me he resuelto á no querer servir tampoco ni hacer este viaje, y así se lo podrá V. m. decir al Conde, mi señor, que yo me he retirado aquí para ver dónde me resuelvo á ir á buscar mi vida, y porque Su Ex.ª no me meta en algún castillo con alguna cólera; si gustare el Conde de que yo le sirva y llaga este viaje, déle una compañía á mi hermano, pues la merece y me la ha prometido, que yo saldré al punto y haré lo que verá en este viaje.»

El Secretario se espantó de ver semejante resulución, y me escribió un papel como amigo á que saliese: no lo quise hacer sino con lo referido.

Pedíle licencia al Conde para mí y para mi hermano y sobrino. Envióme á decir que yo no tenía necesidad de licencia, pues no era su súbdito, por caballero de Malta, por no tener sueldo ni ocupación en aquel reino, que con una fe de la Sanidad me bastaba. Yo le envié á decir que yo no era de los hombres que se iban sin licencia donde habían tenido ocupación: que si Su Exc.ª no me la daba, me estaría allí en el convento hasta que me muriera ó promovieran á Su Exc.ª á mayores cargos. Y así Su Exc.ª me hizo merced de concederme licencia muy honrada para Malta y á mi hermano para España y á mi sobrino para Sicilia, y todas tres me las envió al convento firmadas de su puño.

Luego, estando los navíos de partencia, me enviaron un papel de Palacio, firmado del secretario; pero de otro mayor era, en que mandaban hiciese una relación é instrucción para el modo cómo se habían de gobernar los bajeles. Hícela delante el que me trujo el papel, que era bien larga, y á la postre decía: «Señor, yo no soy ángel, y podía errar; y así se podrá comunicar ese papel con los pilotos; y si mi parecer fuere bueno, se usará dél, y si no, no; que ese era el viaje que yo pensaba hacer, á no ser desdicha tener hermanos.»

Luego traté de poner mi viaje en orden, anque todo el mundo me decía que me aguardase y aun ministros y amigos de Palacio. Yo procuré tomar su consejo, anque me resolví una noche de ir á ver al secretario Rosales á Palacio y lo hice, y estuve con él hablando largo, y diciéndome que no lo había acertado, quedamos en que á otra noche nos habíamos de ver, y no me pareció hacerlo, sino en una faluca que me costó muy buen dinero, embarqué á mi hermano y sobrino á deshora, con la poca ropilla que tenía, y salimos de Nápoles á los 20 de Enero á media noche. Olvidábaseme decir que con mi retirada en aquel convento todo el mundo pensó me había metido fraile, como si yo no lo fuera; y aun se puso en la Gaceta, y de Malta me escribieron avisaban como era capuchino; y no había que espantar lo dijesen en tierras distantes, pues en dos meses que estuve en aquel convento hubo hombre en el propio Nápoles que juró me había visto decir misa, y él no debía de saber que yo no sé latín, ni aun lo entiendo.

Yo me pasé allí estos dos meses haciendo penitencia con un capón á la mañana y otro á la noche y otros adherentes y con muy buenos vinos añejos, y oía cuatro misas y vísperas cada día.

La noche que salí de Nápoles no fué muy buena por el cuidado que traía; pero amanecimos en Bietre, sesenta millas de Nápoles. Pasamos el golfo de Salerno y fuimos á Palanudo, donde no nos dejaron tomar tierra por amor de la sanidad. De allí fuimos á Paula y estuve allí dos días. Visité donde nació el bienaventurado San Francisco de Paula. De allí pasé á Castillón donde topé una faluca que venía la vuelta de Nápoles. Traía una brava dama española conocida, con la cual cené aquella noche y rogóme que durmiese en su aposento porque tenía miedo. No quise ser desagradecido y así me acosté en el aposento en otra cama. Amaneció y botamos nuestras falucas y cada uno tomó la derrota que le convenía; y aquella noche llegué á Tropia y no hice noche por llegar á Mesina, víspera de Navidad, la cual hicimos en una posada que había harta carne; pero como era víspera de Navidad todo el mundo se estuvo quedo y más yo que venía harto de espiga.

Oimos misa, día de Pascua, ó misas, y salimos de Mesina, pero no pudimos pasar de la torre del faro, donde dormimos.

A otro día varamos y fuimos proejando hasta Melaço y estuvimos aquella noche y un día por ser malo el tiempo. Presentóme el capitán de armas unas gallinas y vino y un cabrito. con que se me acrecentó la despensa y hubo sopa doble en la posada, que nunca en estas casas faltan diablos ó diablas.

Partimos de Malaço y sin tomar tierra nos los llevamos hasta Termines, donde hay buena posada. Dormimos aquí y partimos para Palermo, que llegamos á medio día, donde hallé infinitos amigos y traté de poner casa, y antes de hacerlo hablé al señor Duque de Alcalá que gobierna este reino. Díjele mi venida, anque Su Ex.ª lo sabía todo y supliquéle mandase se me aclarasen los treinta escudos de entretenimiento que yo tenía en este reino de Su Majestad. Mandó luego se me aclarasen.

Mi hermano dió nn memorial suplicando á Su Ex.ª, en consideración de sus servicios, le hiciese merced de que se le diese una patente de capitán para ir á levantar una compañía, por haber pocas en este reino, y para ello yo le daba quinientos ducados que es lo que da Su Majestad para estas levas y yo quería ahorrar al Rey esto; salió que informasen los oficios; y el informe fué metelle en una tartana que estaba en este puerto, catalana, cargada de bizcocho para las galeras de este reino y iba á Génova. Dile doscientos escudos en oro y vestidos y paguéle el flete y matalotaje, y echéle mi bendición, diciendo: Hijo, vete á Flandes y allí serás capitán; tú llevas servicios, galas, dineros, licencia. ¡Dios te guie! Con lo cual se fué con Dios, y yo me he quedado hasta hoy 4 de Febrero que escribo esto, 1633. Si Dios me diere vida y se ofreciere más lo añadiré aquí.



Capítulo XVIII: Viajes á Nápoles, á Génova y á España; pretensiones de mi hermano

Ídose mi hermano este año de 33, en dicha tartana, me quedé en Palermo y me envió á llamar el señor Duque de Alcalá, que era Virrey de Sicilia. Subí á velle y preguntóme que qué había tenido con el Conde Monterrey. Díjele que nada y yo traía licencia para Malta. Apretóme con razones; yo nunca le dije nada de lo que me había sucedido en Nápoles. Despedime de su Ex.ª y bajéme al cuerpo de guardia y comenzáronme los capitanes á  desaminar de nuevo qué era lo que había tenido con el Conde en Nápoles. Yo les dije que dejasen al Conde, que era señor de todos los Grandes siendo chico. No faltó quien se lo fuese á decir al Duque de Alcalá que enojado envió á su secretario me enviase á llamar, y venido me dijo sin réplica ninguna: Vmd. pague á don Jerónimo de Castro docientos escudos que le debe; y estaba allí el dicho D. Jerónimo de Castro, y yo le respondí al secretario: Señores verdad que me dió docientos escudos para que le sacase en Roma un Breve facultativo para el Maestre de Malta, el cual Breve no quiso pasar el dicho Maestre, y que yo había cumplido con lo que me tocaba. Respondióme el dicho secretario: vuestra merced no tiene que alegar, sino pagallos luego ó le llevarán preso. Respondí á esa resulución: Envíe vmd. conmigo á quien los traiga. Enviome con guardia y trújelos en un saquillo y dijole: Tome vmd. déselos al Duque para que haga de ellos lo que quiera porque no den nada á D. Jerónimo de Castro. Con ésto me fuí á mi posada considerando lo que hace el mundo. De allá dos días envió un ayudante de sargento mayor, el cual me dijo que mandaba Su Ex.ª aclarase el entretenimiento que tenía allí. Yo respondí que yo allí no tenía sueldo, que tenía licencia para irme á Malta, del Conde Monterrey; con lo cual fué fuerza valerme del recaudador de la Orden para que hablase al Virrey; hízolo, con que me dejó, y dentro de veinte días me vinieron las bulas de Malta, de la encomienda que me había tocado de San Juan de Puente de Orbi. EstIlveme allí dos meses. En este tiempo vinieron dos galeras de Génova que trujeron un Obispo. Yo le dije al capitán de una dellas que si me quería llevar á Nápoles con condición de no decir que me llevaba, al Conde. Ofreciólo y lo primero que hizo fué decírselo. Ya el Conde lo sabía todo lo que había pasado en Sicilia, de los coronistas; llamó á su secretario, Gaspar de Rosales y díjole que me enviase á llamar y procurase rendirme y que me quedara en Nápoles.

   El secretario me envió un papel á la galera, corto y breve, en que me decía: «El Conde ha sabido primero que ya vmd. viene ahí; véngase á comer conmigo, que tenemos que darnos dos toques.» Yo, visto que era ya forzoso, salí de la galera y vine á Palacio donde me vi con el secretario y mostré mis bulas, que se quedó espantado y se subió  arriba á mostrárselas al Conde, el cual dijo: desenojadero tiene Contreras; cataquizalde ¡por vida nuestra!, de manera que se quede aqui bajo; y comimos y hubo grandes sermones y no hubo remedio de quedarme. Las dos galeras ya salían á Gaeta, donde estaban otras aguardando para ir á Génova. Dióme el secretario un pliego del Conde para que diese en mano propia á la Marquesa de Charela. Hícelo y habiendo tirado el tiro de leva me envió el gobernador de Gaeta el bergantín armado para que fuese á Nápoles, que toda mi ropa estaba debajo de todo, que no se podía sacar, é iba cargando ya, que es lo que me valió. Hicimos un viaje á Génova con bien, donde llegamos; á dos dias llegó el Infante Cardenal que esté en gloria. Hizo su entrada galantemente y de allí se fué á Milán y yo á la vuelta de España, en las galeras que vino el Infante Cardenal. Llegué á Barcelona en breve tiempo y de allí á Madrid donde me alojé en casa del Secretario Juan Ruiz de Contreras, padre de D. Fernando el que hoy está en la altura93. Regalóme mucho en su casa y comencé á tratar de pretensiones. Lo primero fué ir á tomar posesión de la encomienda. Volvíme á Madrid y topé con mi hermano que estaba pretendiendo, pidiendo le diesen su sueldo donde había sido reformado por el oficio de Flandes, y habiéndose visto en el Consejo se le dieron veinte escudos de entretenimiento y carta potra que se le diese compañía por el oficio del secretario Rojas, el cual despachó un billete al secretario Pedro de Arce dándole cuenta de aquella merced, el cual recurrió y lo detuvo muchos días haciendo enoscientes á los consejeros de Estado, que yo había sido capitán de caballos de tramoya y que él no había de hacer aquel despacho. Esto lo supe al cabo de algunos días. Como no se despacharla el despacho de mi hermano fuime al Marqués de Santa Cruz, del Consejo de Estado, y apretéle sobre la materia, con que me dijo: ¿Cómo quiere que le den á su hermano el despacho? Si Pedro de Arce dice que vmd. fué capitán de caballos de tramoya. Con lo cual volví las espaldas sin decirle nada al Marqués y fuime á mi casa, y sin comer bocado saqué la patente de capitán de caballos corazas y otra de Cabo tropa de quinientas y mi reformación y licencia y apreté los piés y volví á casa del Marqués de Santa Cruz. Hiciéronme entrar y díjele: Suplico V. E. me oiga; más há de veinte años que en el Postigo de San Martin me llamó una dama, anochecido; subí arriba y estuvimos parlando un rato, á lo cual llamaron á la puerta; la señora dama dijo que me escondiese; que luego se iría Pedro de Arce, que era el que venia. Dije que no me había de esconder por ningún caso; que le abriesen; afligida la señora mandó que le abriesen; subió el Sr. Pedro de Arce con su estoque y su broquel, verde como una lechuga; entonces era oficial de la guerra. Así como me vió me preguntó que qué hacía aquí. Yo le respondí; esta señora me estaba preguntando por una amiga suya; y sin acabar la razón enderezó su broquel. Yo estaba sobre la mía y fui presto, que le dí en él una estocada, que broquel, él y el estoque rodaron por la escalera, dando voces que era muerto, sin estar herido.

   Bajé con la bulla yo también, y fuime con Dios y a él le llevaron a su casa medio muerto de la caída, con que siempre ha tenido conmigo ojeriza todo este tiempo. Ahora vea V. E. esta patente, licencia y reformación, con que echará de ver que lo que ha contado no es verdad y que fui Capitán de corazas siete meses y tres dias...

Aquí se acaba la autobiografía. No hay constancia de que exista el resto en alguna biblioteca.

Soldado Español
Málaga - 2018

LUIS EYTIER BENITEZ. UN LAUREADO EN VIDA.

Luís Eytier Benítez nació en Lorca el día 23 de Mayo de 1864, recibiendo la agua del Bautismo en la iglesia parroquial de San Mateo. Al pare...