05/09/18

AUTOBIOGRAFÍA DEL CAPITÁN ALONSO DE CONTRERAS. 2ª PARTE

   Capítulo VI: En que se cuenta cómo salí de Malta y fuí á España, donde fui Alférez

   Yo llegué á Malta, donde fuí recebido como se deja considerar, que con tal aviso se quietó todo y dejaron de traer la infantería que habían enviado a hacer a Nápoles y a Roma, italiana, que la española va de Sicilia en semejantes ocasiones.

   Peor le sucedió á mi piloto, que le cogieron dentro de cuatro meses, yendo en corso en una tartana, y le desollaron vivo y hincheron su pellejo de paja, que hoy está sobre la puerta de Rodas; era griego, natural de Rodas, y el más prático en aquellas tierras de cuantos pilotos hubo.

   A estos tiempos que estaba gastando mi hacienda, que tanto me costaba el buscarla, topé la quiraca con una camarada mía, encerrados, a quien estaba haciendo tanto bien; díle dos estocadas de que estuvo a la muerte, y en sanando se fué de Malta de temor no le matase, y la quiraca se huyó; aunque me echaron mil rogadores y rogadoras jamás volví con ella, que como había donde escoger, presto se remedió, y más que era yo pretendido cuido los oficios de importancia.

   Estuve muchos días de asiento y aun meses en Malta, que fué milagro, hasta que me enviaron a Berbería con una fragata, y en nueve días fuí y vine y traje un garbo cargado de lienzo, que hinché casi un almacén, y catorce esclavos; valióme bien esta presa, y cuando dentro de pocos días llegó al puerto un galeón catalán que venía de Alejandría cargado de ricas mercadurías para España, acordándome de mi tierra y madre, a quien jamás había escrito ni sabía de mí, resolví de pedir licencia al Gran Maestre, que me la dió de mala gana, su rostro con el mío al despedir.


Libro segundo: En que se da cuenta de mi venida á España y peregrinos sucesos que me sucedieron

   Embarqueme en el galeón, que se llamaba San Juan, y en seis días llegamos a Barcelona; supe que la Corte estaba en Valladolid, y sin ir á Madrid pasé a la Corte, donde había sabido una elección de Capitanes; presenté mis papelillos en Consejo de Guerra, donde era uno de los Consejeros el Sr. D. Diego Brochero, que después fue Gran Prior de Castilla y León.

   Cobrome voluntad, aunque tenía noticia de mí, y díjome si quería ser Alférez de una de las Compañías que se habían de levantar luego; dije que sí, y a otro dia que fui a verle me dijo fuese a besar las manos al Capitán D. Pedro Xaraba del Castillo por la merced que me había hecho de darme su Bandera.

   Dí mi memorial en el Consejo de Guerra pidiendo me aprobasen, y en consideración de mis pocos servicios fui aprobado.

   Recebí dos tambores, hice una honrada bandera, compré cajas, y mi capitán me dió los despachos y poder para que arbolase la bandera en la ciudad de Ecija y marquesado de Pliego; tomé mulas, y con el Sargento y mis dos tambores y un criado mío, tomamos el camino de Madrid, a donde llegamos en cuatro días.

   Fuíme á apear en casa de mi madre, que había estado diez y seis años sin saber de mí, y más cuando ella vió tantas mulas se espantó, y yo me inqué de rodillas pidiéndola su bendición y diciéndola que yo era su hijo Alonsillo. Espantóse la pobre y estuvo confusa, porque se había casado segunda vez, y parecióle que un hijo grande y soldado no lo había de llevar bien, como si el casarse fuera delito, aunque en ella lo era por tener tantos hijos; animéla y despedíme, yéndome a una posada, que en su casa no la había, y aun para ella y su marido era tasada.

 A otro día me puse muy galán. A los soldados con buenas galas que los llevaba y con mi criado detrás con el venablo, fuí a verla y a visitar su marido; quisieron comiese allí aquel día, ¡sabe Dios si tenían para ellos!, y así envié bastantemente lo que era menester para la comida; que sobre ella llamé mis hermanicas, que eran dos, y las dí algunas niñerías que traía destas partes, y ansí mismo para que las hiciesen de vestir, y a los otros tres hermanillos; para todos di, que no me faltaba. Di á mi madre 30 escudos, que le pareció estaba rica; con que la pedí la bendición, y a otro día me partí para Ecija, encomendándola el respeto al nuevo padre.

   Llegué a Ecija; túvose ayuntamiento; presenté la patente; salió que se me señalase la Torre de Palma en que arbolase la bandera. Toqué mis cajas; eché los bandos ordinarios; comencé a alistar soldados con mucha quietud, que el Corregidor y caballeros me hacían mucha merced por ello.

   Es costumbre haber juego en las banderas; y tenía cuenta del barato un tamborcillo; echábalo en una alcancía de barro, y a la noche la quebraba y sacaba lo que había caído, con que comíamos.

   Un día entraron en el cuerpo de guardia, que era una sala baja de la torre, con una reja a la calle, y éntraron cuatro valientes que ya habían entrado otras veces allí, y rompieron la alcancía, y se pusieron a contar despacio lo que había dentro, que eran 27 reales; metióselos uno en la faltriquera diciendo al tamborcillo: "¡dígale al Alférez que estos dineros habíamos menester unos amigos!", con lo cual el tamborcillo llamó al Cabo de escuadra, y cuando vino ya se habían ido.

   Topome el tamborcillo, que venía a darme cuenta de todo, como lo hizo; mandéle que se fuese al cuerpo de guardia y que allí me lo contase como había pasado; el tamborcillo lo hizo, y entrando yo me dijo: "¡Señor, aquí ha venido Acuña y Amador y otros camaradas, y rompieron el alcancía y sacaron 27 reales, diciendo que dijese al Alférez que lo habían menester unos amigos"!, yo dije luego: "¡pícaro! ¿pues qué importa que esos señores lo llevasen?; todas las veces que vinieran daldes lo que pidieren como si fuera para mí, que pues lo toman menester lo han!". Cuando dije ésto había muchos amigos suyos delante que fueron á contárselo luego, y supe que habían dicho: "!el Alferecillo probete, ¿cuál es?"

   Comencé á imaginar cómo castigar tal desvergüenza, hecha en una Bandera. Compré cuatro arcabuces que puse en el cuerpo de guardia, además de doce medias picas que tenía, y dejé pasar algunos días, con que se aseguraron y entraban en el cuerpo de guardia; yo tenía más de 120 soldados, aunque los 100 estaban alojados en el marquesado de Pliego, y conmigo tenía veinte, gente vieja a quien socorría; y un día que estaban en el cuerpo de guardia muy descuidados hice encender cuerdas y que tomasen los arcabuces y se entrasen tras mí.

   Para esto llamé la gente más alentada y díles orden que tirasen si se defendiesen, y a la puerta quedó la demás gente con sus medias picas; tomé mi venablo, y entrando en la sala, dije: "!él, y él, y él -nombrando seis de ellos- que son muy grandes ladrones, desármense!"; pensaron era de burlas, y como vieron las veras, comenzaron a querer meter mano a las espadas; pero los arcabuceros entraron con sus cuerdas caladas, diciendo: "¡acaben!"; con que se fueron desarmando; y habiéndolo hecho, los fuí desnudando en camisa, y atraillados con toda la guarda los llevé y entregué al Corregidor, que era D. Fabián de Monroy, que cuando vió a los ladrones daba saltos de contento diciendo: "¡este me mató un perro de ayuda y este me mató un criado!". Lleváronlos a la cárcel, y de allí a trece días ahorcó los dos, sin que bastase cuanta nobleza había en aquella ciudad, que hay mucha.

   A mí me quedaron las capas y espadas y coletos, muy buenos jubones y medias y ligas, sombreros y dos jubones agujeteados famosos y algún dinerillo que tenían encima, con que socorrí y vestí algunos pobres soldados; esta fué la paga de mis 27 reales.

   Luego supe cómo en són de pedir limosna andaban unos soldados, que no lo eran, por los cortijos, robando en campaña; tomé mis cuatro arcabuceros y una gentil mula y fuí a buscarlos; tuve noticia estaban en Córdoba; fuí allá, donde se levantaba otra compañía del Capitán Molina; apeéme en el mesón de las Rejas y fuíme solo a la casa pública por ver si los topaba conforme las señas, y por ver aquella casa; estando hablando con una de las muchas que había, llegó a mí un gentilhombre sin vara, con un criado, y dijo: "¿cómo trae ese coleto?" que era de ante; dije:
"puesto!"; dijo: "¡pues quítesele!"; respondí: "¡no quiero!"; el criado dijo: "¡pues yo se lo quitaré!"; iba a ponerlo por obra; fué fuerza sacar la espada, que ellos no fueron perezosos a hacerlo, pero yo fui más pronto, pues herí malamente al alguacil mayor, con que todas las mujeres cerraron las puertas, y la de la calle también.

   Quedéme dueño de la calle, que era angostísima, y no sabiendo qué hacerme, porque era la primera vez que entraba en semejantes casas, fuíme hacia la puerta de la calle, que estaba cerrada con golpe, y aún no hallaba á quien preguntar, porque al herido lo llevaron dentro o se fué, que debía de saber la casa, y casi luego oí dar golpes a la puerta, que se halló un picarillo a abrilla con tanta diligencia, que no supo de dónde había salido; entró de golpe el Corregidor con tanta gente como se deja entender, y queriendo arremeter conmigo, dije: "¡repórtese Vmd., con la espada en la mano!"; y entonces lo mismo era que hubiera mil que uno, porque no cabían más en la calle, dando voces, "¡prendedle!"; nadie lo quería hacer, y cierto que hubiera una desdicha si no viniera con el Corregidor el Capitán Molina, que me conoció y dijo: "¡repórtese V. m. señor Alférez.

   Como le oí hablar, conocíle y dije: "¡haga V. m. que esos señores lo hagan, que por mí aquí estoy. El Corregidor, como oyó nombrar Alférez, dijo: "¿de quién es alférez?"; dijo Molina: "¡de la Compañía que se levanta en Ecija!"; respondió el Corregidor: "¿y es bueno que venga a matar aquí la justicia?!"; yo le dije todo lo que había pasado; mandóme me fuese a Ecija; luego dije que si haría, que había venido en busca de unos soldados que eran ladrones, con que nos despedimos y se fué con el Capitán y su gente; yo me volví al mesón para tratar de mi viaje, cuando me dijo uno de mis cuatro soldados: aquí buscan á V. m. dos hidalgos; salí y dije: "¿qué mandan V. ms.?"; respondió el uno: "¿es vuesa merced el Alférez?"; dije que sí; "¿qué quiere?"; y con los dedos abiertos, frotándose el bigote, comenzó: "¡los hombres de bien como voancé, es justo los conocer como es para servillos; aquí nos envía una mujer de bien que su hombre se lo ahorcaron en Granada por testigos falsos; ha quedado viuda, y está desempeñada y no mal fardada; hále parecido vuesa merced bien, y le ruega vaya á cenar ésta noche con ella!".

   Para mí todo lo que me dijo era latín, que no entendía aquellos términos ni lenguaje. Díjeles: "¡suplico á V. ms. me digan qué ha visto esa señora en mí que me quiere hacer merced!"; respondió: "¿es poco haber voancé reñido como un jayán hoy, y herido a un alguacil, el mayor ladrón que hay en Córdoba?" Entonces eché de ver que era mujer de la casa; con que les dije que yo estimaba la merced, pero que estaba en vísperas de ser Capitán y me podía atrasar en mis pretensiones, que me holgara de no tenellas para hacer lo que me pedían; con lo cual los despedí y me fui a poner caballo; amanecí en Ecija; fuíme a mi cuerpo de guardia; hallé mi gente sosegada, sin que hubiese habido desórdenes, de que no me holgué poco.

   De allí a tres días vino un soldado y dijo: "¡señor Alférez, en el mesón del Sol está una mujer que busca á V. m., y ha venido de fuera; no tiene mal parecer!"; fuí allá, que era mozo, y ví la mujer, que la tenía el huésped en su aposento; no me pareció mala la moza, y comenzando á tratar de dónde venía, dijo que de Granada huyendo de su marido, y que se quería amparar de mí sin que la viese nadie.

   A mí me había parecido bien; trújela a mi casa, regaléla teniéndola escondida, y prometo que estaba casi enamorado, cuando un día me dijo: "¡señor, quisiera descubrirle un secreto y no me atrevo!"; apretéla rogándoselo me lo dijese, y tomándome la palabra que no me enojaría, comenzó: "¡señor, yo ví á V. m. un día tan bizarro y alentado en la casa de Córdoba cuando desenfadado hirió aquel ladron de alguacil, que me obligó á venirme tras V. m., viendo que no quiso aquella noche cenar conmigo habiéndoselo enviado a suplicar con unos hombres de bien; y aunque después de haber quedado sola por haber ahorcado en Granada a un hombre que tenía, he sido requerida de muchos de fama, me pareció no podía ocupar mi lado ninguno mejor que V. m.!"

   Representándome que en toda la Andalucía no había mujer de mejor ganancia, como lo diría el padre de la casa de Ecija; quedéme asorto cuando la oí, y como la quería bien no me pareció mal nada de lo que dijo; antes me pareció que había hecho fineza grande por mí en venirme á buscar y solicitar; vino el comisario a tomar muestra y socorrer la compañía para que marchásemos; recogí la gente que tenía en el marquesado de Pliego, y en toda  dí de muestra 193 soldados; marchamos la vuelta de Extremadura para ir a Lisboa con mucho gusto.

   Yo llevaba mi moza con más autoridad que si fuera hija de un señor, y cierto que quien no sabía que había estado en la casa pública le obligaba a respeto, porque era moza y hermosa y no boba.


Capítulo VII: En que se sigue los sucesos de Alférez

   Alcanzonos mi Capitán que desde la Corte había ido a su tierra y se había detenido hasta entonces, pues supo cómo marchaba la infantería; hallonos en Llerena y holgó de ver tan buena compañía y dijo que se espantaba hubiese sabido gobernar gente bisoña; quedamos muy amigos además, que yo le sabía granjear.

   Segunda jornada. Vino orden nos entretuviésemos en Extremadura sin entrar en Portugal, conque la aramos de barra á barra. Llegamos a una tierra que se llama Hornachos que toda era entonces de moriscos, fuera del Cura, y estando alojado en casa de uno de ellos, donde tenía mi bandera y cuerpo de guardia, llegó un soldado que se llamaba Vilches y me dijo: "¡Sr. Alferez, yo he hallado una trobadura!"; díjele: "¿cómo?" respondió: "¡yo estoy alojado en una casa que no ha habido medio á darme de cenar, porque dice que no tiene más de arrope y higos; y buscando por la casa si había gallinas, entré en un aposento que estaba a lo último de la casa donde había un tapador en el suelo, redondo como silo; escarbé y hallé que era postizo, levantele y estaba escuro abajo y pensando habría allí las gallinas escondidas encendí una candelilla que llevaba en la bolsa y bajé, que había una escalera de mano; cuando me ví abajo me arrepentí, porque arrimados á las paredes había tres sepulcros muy blancos y la bóbeda también blanca; sospecho que están enterrados allí algunos de estos moros. Si V. m. quiere que vamos no puede dejar de si son entierros que no tengan joyas, que estos se entierran con ella!".

   Yo dije, "¡vamos!"; y tomando mi venablo nos fuimos los dos solos y entramos en la casa y pedimos una vela; la huéspeda, afligida viéndome en su casa, nos la dió, que no estaba el huesped en ella, bajamos al silo y como yo ví los sepulcros juzgué lo que el soldado, y con la punta del venablo comencé a urgar y en un punto se despegó la tabla que estaba debajo de la cal y era una caja grande hecha aposta de madera y por fuera estaba de cal, que parecía sepulcro.

   Estaba lleno de arcabuces y bolsas con balas, de que recibí gran consuelo y contento por parecerme que de aquellas armas armarían mi Compañía y nos tendrían más respeto por donde pasábamos, porque como íbamos con espadicas solas y alguno sin ellas, en muchos lugares nos perdían el respeto. Abrilos todos y eran lo mesmo; díjele al soldado: "¡V. m. se quede aquí hasta que dé cuenta al Comisario!"; y así lo hice, porque fuí al punto y se lo dije; él se vino conmigo con su alguacil y secretario y viendo los sepulcros me dijo a mí y al soldado: "!V. m. ha hecho un gran servicio al Rey; váyase á su casa y no le salga de la boca esto, porque importa!", y al soldado lo mesmo.

   Fuímonos á mi casa y dijo el soldado: "¡Sr. que es mi posada esta y no he cenado!"; dile ocho reales para que se fuese al mesón, con que el soldado fué más contento que la Pascua. Yo quise dar cuenta á mi Capitán pero no quise: lo uno porque me había encargado el secreto y lo otro porque no estaba bien con él, porque andaba solicitándome la moza.

   A la mañana, muy de mañana, me envió un recado el Capitán con las cajas que habíamos de marchar, que me espanté, porque habíamos de estar allí tres días; hícelo y marchamos y estando de partencia me dijo el Comisario: "¡vaya V. m. con Dios, que á fé sino tuvieran una cédula Real para poder tener armas ofensivas y defensivas que no había sido malo el lance; pero con todo, V. m. no diga nada!".

   Partimos á un lugar que se llama Palomas y estuvimos dos días y luego partimos a otro que llaman Guareña, donde tuvieron los soldados con la gente de la tierra una reñida pendencia que hubo tres muertos y heridos de una y otra parte, y en la pendencia decían los soldados á voces: "¡Cuerpo de Cristo! no estuviéramos armados de las armas de Hornachos!"; que el soldado lo había ya dicho á sus camaradas y aun yo lo dije más de cuatro veces.

   Apaciguóse la pendencia y fuímonos de allí, donde llegó el Comisario á castigarlos, dentro de pocos días; el Comisario era un Capitán del número; no se dice su nombre por algún respeto y en el discurso de este libro hallarán la polvareda que levantó estos sepulcros de armas, que queda hasta que le toque su vez.

   Mi Capitán deseaba holgarse con la mujer que yo llevaba, y aunque se lo había hecho saber con recados a la mujer no pudo conseguir nada, que tan buena se había hecho siendo tan mala; y llegando a un lugar que se llama el Almendralejo, después de alojada la compañía, que era casi noche, cené y mandé acostar la mujer, que iba preñada en tres meses; enviome a llamar el capitán y dijo: "¡V. m. tome ocho soldados y vaya al camino de Alange y estése emboscado, porque por ese camino se han de huir esta noche cuatro soldados, que lo sé cierto por aviso que me han dado!"; yo lo creí, y mandando ensillar una haca que tenía, me partí, dejando acostada la mujer; y sabiendo el Capitán que yo era partido se vino á mi posada y entró a visitar a la Isabel de Rojas, que así se llamaba, y de lance en lance quiso echarse con ella.

   La mujer se resistió tanto que la obligó a dar voces y el Capitán como vió esto arrebató de un mallo que tenía en el aposento, que yo me deleitaba de jugar al mallo, y la dió tantos palos que fué menester entrar la guarda y el huésped a quitársela; fué de suerte que luego quebró en sangre y malparió dentro de tres horas. Yo descuidado en el campo, aguardando los que se huían, ví que ya no había dos horas hasta el día y dije: "¡Señores, vámonos, que basta la burla si es que me la ha hecho el Capitán, porque si se habían de huir había de ser á prima noche!".

    Llegué á mi casa y entrando en el aposento hallé quejándose á Isabel; pregunté que tenía y díjome que aquella tarde había caído del pollino y que había quebrado en sangre y aun malparido. A esto ví que andaban algunos soldados hablándose al oido y dióme alguna sospecha: apreté a la mujer y dije me dijera la causa; no fué posible, sino lo dicho; salí acá fuera y llamé un soldado de quien me fiaba y preguntéle si había habido algo; respondió: "¡Sr., tan gran bellaqueria no es posible que se calle; aquí llegó el Capitán y ha puesto á la señora Isabel como está, por ser mujer de bien; y ¡voto á Dios! que yo ni mis camaradas no hemos de estar mañana a estas horas en la Compañía, que a él no le conocemos; que V. m. nos sacó de nuestras casas!". Díjele: "¡V. m. se reporte, que si el capitán ha hecho algo, Isabel le debió de dar ocasión!". "¡No, ¡voto á Dios!, sino porque no se quiso echar con él!", respondió el.

   Con esto mandé echasen cebada a la haca y compuse un portamanteo con un poco de dinero y mis papeles y fuime en casa del Capitán, que ya amanecía y llamé a la puerta; respondióme un criado flamenco que se llamaba Claudio. Díjome que su amo dormía, que no le podía despertar. Dije que habia un correo de Madrid, con que avisó á su amo y dijo que aguardasen. Vistióse, no del todo, y mandó que entrase; entré y empuñando la espada le dije que era ruín caballero en lo que había hecho y que le había de matar. El metió mano a una espada y broquel; pero como la razón tiene gran fuerza le di una estocada en el pecho que di con él en tierra. Dijo: "¡ay, que me ha muerto!" El criado quiso ayudar; pero no le valió, que al salir llevó un trasquilón en la cabeza. Tomé mi haca y fuime camino de Cáceres, donde tenía unos amigos caballeros del hábito de San Juan y contéles el caso.

   Avisaron luego al comisario, que vino volando, y supe había hecho información contra mí, y en virtud de ella me condenó a cortar la cabeza por el haber ido a matar á mi Capitán a su casa; que es el mayor delito que hay en la milicia el perder el respeto a los superiores. Envió la información a Madrid y toda estaba en mi favor sino es el haber perdido la obediencia al Capitán, el cual sanó de su herida, aunque pasó gran riesgo de la vida.

   Escribí al Sr. D. Diego Brochero y mandome que me presentase en la Corte, que él lo acabaría. Hícelo aconsejado de aquellos caballeros.

   La mujer, después de convaleciente, la dió el concejo del Almendralejo con que fuese de allí a Badajoz, que desde allí sabría lo que había de hacer, porque no supo de mí en muchos días, donde abrió tienda en casa de su padre y madre que no es de las peores casas de Extremadura.

   Yo llegué a Madrid y fuí en casa del Sr. D. Diego Brochero, el cual había visto la información en el Consejo de Guerra y había halladoa a todos los consejeros de mi parte. Mandó me presentase en la cárcel de la villa y que desde allí diese un memorial al Consejo, como estaba preso a orden del Consejo; que suplicaba mandasen ver la información, y que lo que había hecho con el Capitán no era por cosas tocantes al servicio del Rey. Estimaron mucho esta acción, haciendo que me presentase preso y luego diese memorial. Diéronme un despacho para el Sr. D. Cristobal de Mora que era Virey ó Capitán General de Portugal, porque no supe lo que era, aunque el Sr. D. Diego Brochero me dijo que fuese contento, que buen despacho llevaba, y a fe que iba con harto miedo.

   Las Compañías estaban de espacio en Extremadura. Yo fuí por algunos lugares donde había pasado y me hicieron mucha merced, porque siempre procuré hacer bien y no mal. Llegué al Almendralejo y hablé a los Alcaldes y me regalaron. Díjeles como llevaba aquella orden del Rey y pregunté por Isabel. Dijeron que la habían enviado á Badajoz, donde ella quiso ir después de convaleciente, y que les había pesado de lo que había sucedido; que a otro día no había quedado la mitad de los soldados porque se fueron todos; después supieron como no tenía veinte soldados de más de 150, y fué verdad que no entró en Lisboa con más de catorce soldados y un atambor.
  
   Despedime de los Alcaldes y fui á Badajoz, que todavía me duraba el amor. Topé a Isabel ganando en la casa pública, y cuando me vió entrar en ella al punto se levantó y cerró la puerta y me dijo: "¡Ah, Sr. galán! suplico á V. m. una palabra!". Llevóme en casa del padre y comenzó a llorar. Dije "¿por qué llora?"; dijo: "¡porque he tenido dicha de ver a V. m., y aunque estoy aquí no he dormido con hombre después que faltó Vm!". Saltó la madre y dijo: "¡y como que soy buen testigo de eso y que me han regalado más de cuatro caballeros de la ciudad porque se la diese a alguno, lo cual no he podido alcanzar con Isabel; pero es cierto que ha tenido razón en guardar respeto a un mozo como V. m. Beso á V.m. las manos!", señora, "¡por el favor!", dije yo; y tratando con Isabel de nuestros negocios me dijo que tenía seiscientos reales y buena ropa, ¿qué quería que hiciésemos? Dije que irnos a Lisboa; quedamos de acuerdo el hacerlo.

   Yo me fuí aquella noche a una posada y ella se vino a dormir y cenar conmigo. Algunos que la pretendían quisieron darnos mala noche, porque trujeron al Corregidor a la posada, diciendo era yo el mayor rufián que había en España; en suma, llegó al mejor sueño, y como los hombres parecen diferente desnudos que vestidos comenzó a tratarme como a un rufián y para llevarme a la cárcel. Era necesario vestirme; después que lo hube hecho, le dije: "¡Sr. Corregidor mientras no conoce V. m. á las personas no las agravia!" y díjele quien era, que ya me conocía por lo sucedido en el Almendralejo y como aquella era la mujer por quien había sucedido lo del Capitán y como llevaba aquella orden del Consejo.

   Holgóse mucho de oirme y conocerme; pidióme perdón diciendo le habían dicho que era el mayor rufián de España. Rogóme que me quedase en mi posada y que me fuese a Lisboa lo más presto que pudiese, que si había menester algo me lo daría. Yo se lo agradecí, con que se fué y yo me torné a acostar. Estuve dos días en aquella ciudad, que me miraban como toro, no dejando volver a Isabel a la casa, donde la trujo el padre su ropa, con harto pesar que se le iba tal hija. Fuimos a

   Lisboa con mucho gusto, estuvimos más de veinte días sin que viniesen las Compañías y al cabo de ellos llegó la mía con otras cuatro y antes que desembarcasen fuí a dar el despacho al Sr. D. Cristobal de Mora que me hizo mucha merced y dijo: "¡vaya á los barcos y entre con su compañía!". Dije que el Capitán podría hacer alguna cosa por no nos haber visto desde que le herí. Mandó a un ayudante que le llevase un recado, hízolo y dijo que quería hablar al General. Fué y díjole que tuviese paciencia, que lo mandaba el Rey; pero que presto se acabaría el estar yo con él. Desembarcamos la bandera que se había embarcado en Alcántara y marchamos al castillo, donde nos tomaron muestra y en ella reformaron mi compañía, con lo cual quedamos apartados el Capitán y yo.

   Dióme licencia el Sr. D. Cristobal de Mora para la Corte y una paga, con que me fuí con Dios luego y llegué a Valladolid, donde me dieron ocho estados de ventaja para Sicilia y me fuí a servir, trayendo a Isabel conmigo hasta Valladolid, donde murió en su oficio. ¡Dios la haya perdonado!

   Víneme á Madrid, ví a mi madre y pedíla su bendición, y con ella me partí para Barcelona y allí me embarqué en un bajel cargado de paños, y llegué a Palermo en diez días. Gobernaba el Sr. Duque de Feria el año de 1604 aquel reino. Senté mi ventaja en la compañía del capitán D. Alonso Sánchez de Figueroa.

   Quiso el Duque armar unos galeones para enviar en corso, y sabiendo que yo era prático, me rogó quisiese capitaneallos. Hícelo y partí para Levante, donde le traje una jerma cargada del bien del mundo de lo que se carga en Alejandría y mas otro galeoncillo inglés que había tres años que andaba hurtando, en el cual había hartas cosas curiosas. Lo que hubo en el discurso de este viaje dejo por no enfadar con más cosas de Levante. Con lo que me tocó de esta presa me encabalgué, que estaba sobrado. Mudé la plaza á la compañía del Sr. Marqués de Villalba, hijo primogénito del Duque.


Capítulo VIII: En que se cuenta la pérdida del Sr. Adelantado de Castilla en la Mahometa, donde yo estuve

   Ordenose una jornada para Berbería en las galeras de Sicilia y Malta, cuatro de Malta y seis de Sicilia, a cargo del Adelantado de Castilla, que era un General de aquella escuadra y le costó la vida en esta forma.

   Partimos para Berbería diez galeras, como tengo dicho y a las de Sicilia mandó el Adelantado que dejásemos las cajas de los coseletes en Mesina por ir más ligeros. Llegamos a una isla que está ocho millas de tierra firme de Berbería, llámase el Címbano, donde se hizo Consejo de Guerra y salió resuelto echásemos gente en tierra en una ciudad que se llama la Mahometa, que los años atrás habíamos tomado con las galeras de Malta. Llegamos a dos leguas de la ciudad, víspera de Nuestra Señora de Agosto, 1605, al amanecer; echamos la gente en tierra para ir marchando por unos arenales que hay hasta la ciudad, donde llegamos el sol salido mas de una hora a buena vista.

   Fuí uno de los Alféreces reformados que llevaba las escalas acuestas, que eran siete; hízose un escuadrón de 500 hombres, todos españoles, con chuzos y arcabuces, pero sin coseletes. Arrimamos las escalas con el valor que semejante gente tiene, españoles y caballeros de Malta, y por las escalas subimos, cayendo unos y subiendo otros; en suma se ganó la muralla y degollamos la guarnición de los rebellines en que se hicieron fuertes algunos de los genízaros que estaban allí de presidio.

   Abrióse la puerta, por donde entró toda la gente, eceto los del escuadrón que estaba fuera, que debió de ser otros setecientos hombres, y prometo que no cabíamos en las calles que son tan angostas como cana y media, que son tres varas. Cogiéronse algunos moros y moras aunque pocos, por haberse escondido en los silos que tiene cada casa. Había en la tierra algún trigo que quiso embarcar el Adelantado y aun lo mandó. Fuera había unas huertas con sus norias, donde había algunos moros y algunos caballos, que creo llegaban a quince y los de a pie a ciento, los cuales estaban a raya con el escuadroncillo.

   Las escalas se habían quitado de la muralla, que fue la total ruina, y al cabo de un rato se tocó la trompeta a recoger, sin saber quien se lo hubiese mandado, con lo cual comenzó cada uno a cargar con los malos trapos que había buscado y se iban a embarcar a las galeras que habían venido a la tierra muy cerca a tiro de cañón. La gente se comenzó a embarcar sin más orden. Cuando se lo dijeron al Adelantado dijo ¿quién lo había mandado?; no se halló quien y sin poderlos detener pasaron adelante con su viaje, tanto que el escuadrón hizo lo mesmo.

   Viendo que todos se iban a embarcar se deshizo sin saber quien lo mandase y corriendo a la marina sin haber alma que fuese tras ellos, con que venimos a hallarnos á la lengua del agua casi todos los 1.200 hombres, con que los moros que estaban en las huertas subieron por las escalas nuestras que estaban en uno de los cuatro lienzos que tenía la tierra, sin ver la puerta que estaba en otro ya abierta; comenzaron a salir de los silos los moros escondidos y de la muralla nos acribillaban con la artillería, que aun no fuimos para desencabalgarla ú clavalla; pero si tenía Dios dispuesto lo que nos sucedió ¿cómo habíamos de tener juicio?, pues nos lo quitó a todos este día.

   En este punto se levantó tan gran borrasca que se pensaron perder las galeras, y era contraria, que venía de la mar. La gente de a caballo que estaba en las huertas con algunos de a pie rompió con los que estábamos a la marina y hicieron tan gran matanza que es increible, sin haber hombre de nosotros que hiciese resistencia, siendo los nuestros casi toda la gente dicha y ellos no llegaban a ciento y sin bocas de fuego, sólo con lanzas y alfanjes y porras de madera cortas. Miren si fué milagro conocido y castigo que nos tenía guardado Dios por su justo juicio.

   Toda esta gente que estábamos en la marina, unos se echaron al agua y otros a la tierra, dellos mesmos huyendo tanto, que ví un esquife encallado en el seco con más de 30 personas dentro que les parecía estaban seguros por estar dentro del esquife, sin mirar que estaban encallados y que era imposible el desencallarse con tanta gente y aun sin nadie dentro. Ahogóse mucha gente que no sabían nadar y yo me había metido en el agua vestido como estaba, a donde me daba poco más de la cintura, y tenía encima una jacerina que me había prestado el cómitre de mi galera, que valía cincuenta escudos, con que se armaba en Sicilia cuando iba á reñir.

   Pesaba más de veinte libras y pude desnudarme y quitármela y irme a nado a galera, aunque harta fortuna porque nado como un pescado; pero estaba tan fuera de mi que río cuando me acordaba y estaba embelesado mirando como seis morillos estaban degollando los que estaban en el esquife sin que ninguno se defendiese, y después que lo hubieron hecho los echaron a la mar y se metieron en el esquife, desencallándole, conque fueron macando a todos los que estaban en el agua y iban nadando, sin querer tomar ninguno a vida en la tierra. No dejaban de tirar artillería y escopetazos con que hacían gran daño.

   De las galeras habían señalado marineros en los esquifes para recoger la gente que pudiesen y no osaban llegar, porque como la borrasca era de fuera temían no encallar en el bajo y perderse en uno de estos.

   Venía por Cabo el dueño de la jacerina y conocióme en una montera morada que tenía con unas trencillas de oro y en la ropilla, que era morada y dándome voces que me arrojase, que ellos me recogerían afuera, lo hice sin quitarme nada de encima, disparate grande. Nadé como dos pasos y me ahogaba con el peso y la gran borrasca que había. El cómitre, por no perder su jacerina embistió conmigo y cogióme de un brazo y metióme dentro con harta agua que había bebido, y otro pobre soldado que medio ahogado agarró del esquife y lo remolcaba a tierra con la mar hasta que le cortaron la mano porque le soltase, con que se ahogó, que me hizo harta lástima, pero todo fué menester para salvar el esquife. Llevóme a galera, donde los pies arriba y la cabeza abajo vomité el agua bebida.

   El Adelantado, viendo esta desdicha fuése a embarcar a su faluga que tenía y un Capitán de Infantería camarada suya dentro de guarda, como vió la gran desorden con la borrasca se fué á galera. Dicen que le llamaba a voces el Adelantado por su nombre, apellidándole camarada, que el nombre no digo por su infamia que hizo, y sin volver a tierra se fué y dejó al buen señor donde se ahogó queriendo nadar, y el esquife de la capitana lo embarcó, que le conocía; pero cuando lo hizo ya estaba ahogado.

   Trujéronlo a la capitana: yo le ví tendido encima de una mala alfombra en la popa de la capitana de Sicilia, con el vestido como estaba en tierra, sin herida ninguna, sólo la cara denegrida y acardenalada, que consideré que cosa sea el ser gran señor ú pobre soldado, que aun el ser General no le bastó para salvarse en aquella ocasión donde se salvaron otros, aunque pocos, que de toda la infantería del Tercio de Sicilia que venía embarcada no quedaron más de setenta y dos, siendo más de ochocientos los que veníamos embarcados. De las cuatro galeras de Malta pereció a este respeto también, que no supe el número.

   Vi al Adelantado, como he dicho, porque en mi galera no había Oficial de la Compañía ni soldados más de seis conmigo, y díjome el Capitán de la galera que fuese a las demás, a ver si topaba algunos soldados de los nuestros que se hubiesen salvado en alguna de las otras galeras. Tomé el esquife, que había querido Dios aplacar su ira con tantas muertes y con la del Adelantado, porque estaba la mar como una leche blanca, no habiendo habido de tiempo en ganar la tierra y perdella y la borrasca tres horas cabales.

   Llegué a la capitana y no hallé soldado ninguno más que al Alférez, que todos saltaron en tierra sin bandera, y entonces ví al Adelantado como he dicho.

   Volvíme a mi galera, que iba zarpando, y es de considerar que en este poco tiempo estaba también la marina como si no hubiera habido allí aquella gran matanza. No quisieron tomar vivo nengún cristiano, que todos los mataron, sino fueron algunos que se escondieron en unas tinajas grandes como las que echan vino en España, que se hacen allí, y había muchas arrimadas a una puerta falsa de la tierra; pero no fueron treinta éstos.

   Al Maese de Campo nuestro, que era un caballero del hábito de Calatrava, que llamaban D. Andrés de Silva, le cogieron vivo, y sobre quién le había de llevar le cortaron por medio vivo para dar a cada uno la mitad, que fue lástima cuando lo oimos decir. A los muertos cortaron las cabezas y quemaron los cuerpos, y a los que cogieron vivos les pusieron a cada uno una sarta de cabezas y una media pica en la mano con otra cabeza hincada en la punta, y desta manera entraron en Túnez triunfando. Este fin tuvo aquella desdichada jornada. Partimos de Sicilia y en el camino se apartaron las galeras de Malta para Malta, que estaban cerca.

   Nosotos llegamos a Palermo con los fanales de las galeras cubiertos de luto y las tiendas hechas, con ser por Agosto, bogando sin concierto, que ponía dolor a quien lo vía, y más viniendo tantas barcas a preguntar, quién por su marido y por hijo y por camarada y amigos, y era fuerza responder; son muertos; porque era verdad, que los alaridos de las mujeres hacían llorar los remos de las galeras.

   Sacaron de noche el cuerpo del Adelantado y llevaron a una iglesia, con muchas hachas, que no me acuerdo cómo se llamaba la iglesia, y dejaron depositado hasta llevarlo a España.

   Al Capitán que le llevó la faluga al Adelantado hicieron proceso, y un hermano suyo que estaba en Palermo en puesto grande, viendo que le habían de dar muerte infame por lo escrito, le dió una noche veneno y amaneció muerto, hinchado como una bota; ya he dicho que no digo su nombre, porque era muy conocido.

   Rehízose mi compañía y enviáronme a alojar a Monreal, legua y media de Palermo, y estábalo yo en casa de un hornero ú panadero que tenía una jaquilla de portante y gorda; prestábamela todos los días y iba á Palermo y volvíame a Monreal. Estaba yo entonces buen mocetón y galán, que daba envidia. En la calle por donde entraba de Monreal vivía una señora española, natural de Madrid, viuda de un Oidor, con quien vino casada. Era hermosa y no pobre, y siempre que pasaba por allí la vía en la ventana, que me parecía estaba con cuidado. Supe quién era, y envié un recado que yo era de Madrid, que si a la podía servir en algo que me lo mandase, que más obligación tenía yo por ser de su tierra que no otros.

   Agradeciómelo y dió licencia que la visitase. Hícelo con mucho cumplimiento, y regalábala con frutas de Monreal que son las mejores del reino. De lance en lance tratamos de amor y de matrimonio, anque diferente estado el haberle tenido con un letrado y Oidor con fausto, o con un soldado que no tenía más que cuatro golillas y doce escudos de paga, anque era Alférez reformado; vinimos a tratar de veras el casamiento entre los dos, y dije:

   "¡Señora, yo no podré substentar coche ni tantos criados como tiene V. m. aunque merece mucho más!". Dijo que no importaba, que se contentaría con una silla y dos criadas y dos criados. Con lo cual pedimos licencia al Arzobispo para casarnos en una ermita y nos la dió; que esto se hizo con secreto, de que le pesó al Duque de Feria cuando lo supo, porque la tenía por encomendada del Duque de Arcos.

   Estuvimos casados con mucho gusto más de año y medio, quiriéndonos el uno al otro, y cierto que era tanto el respeto que la tenía, que a veces fuera de casa no me quería cubrir la cabeza delante de ella; tanto la estimaba. En suma: yo tenía un amigo que le hubiera fiado el alma; entraba en mi casa como yo mismo, y fué tan ruín que no mirando a la gran amistad que había entre los dos, comenzó a poner los ojos en mi mujer que yo tanto amaba, y aunque vo vía algunas cosas de más cuidado en el hombre de lo ordinario, no pensé en tal cosa, hasta que un pajecillo que tenía me dijo: "¡Señor, ¿en España los parientes besan a las mujeres de los otros parientes?" 
   
   Dije:  "¿por qué lo dices?" respondió: "¡porque fulano besa a la señora, y le mostró las ligas!". Dije yo: "¡en España se usa, que si no no lo hiciera fulano (que no quiero nombrarle por su nombre a ella ni á él), pero no lo digas á naide más; si ves que lo hace otra vez, dímelo para que yo se lo diga!". El chiquillo me lo dijo otra vez; y en suma, yo que no dormía, procuré andar al descuido con cuidado, hasta que su fortuna los trujo a que los cogí juntos una mañana y murieron; téngalos Dios en el cielo si en aquel trance se arrepintieron. Las circunstancias son muchas y esto lo escribo de mala gana. Sólo diré que de cuanta hacienda había no tomé un dinero, más de mis papeles de mis servicios, y la hacienda gozó un hijo del primer marido.


Capítulo IX: Cómo me fuí á España y en ella me levantaron era rey de los moriscos, donde tuve mucho trabajo

   Fuíme a España y a la Corte a tratar de mis pretensiones. Metiéronme en relación de Capitanes, y vacando la Sargentía Mayor de Cerdeña me la dieron, habiéndome consultado el Consejo en ella. Y quiriéndomela barajar D. Rodrigo Calderón que esté en el cielo, para un hermano de un criado suyo, hizo que me pusiesen en la patente a beneplácito del Gobernador o Capitán general, cosa jamás vista.

   Hablé al secretario Gasol sobre ello, y encogióse de hombros; tomé una mula y fuíme al Escurial a hablar al Rey D. Felipe tercero, que esté en el cielo, y remitióme a D. Rodrigo Calderón, que entonces no era más el año 1608. Yo respondí al Rey: "¡Señor, D. Rodrigo es el que ha hecho poner en la patente el "con qué"! Díjome casi enojado: "¡Yo os haré despachar!". Fuí á hablar á D. Rodrigo, y sabía ya cuanto había pasado con el Rey; con que me dijo: "¿Cómo sabe que yo he mandado poner en la patente el "con qué"? ¡Vaya, vaya!"

   Salí de allí y de allí a una hora llegaron a mí dos hombres, y dijeron: "¡venga V. m. con nosotros!". Parecióme imperio de justicia, aunque no traían vara, y como yo había tenido con el Rey y D. Rodrigo lo dicho, acabé de creer era justicia, y pensé bien. Lleváronme en medio, en conversación, preguntándome mis pretensiones; con que llegamos abajo al lugar, y yo pensando me metieran en la cárcel, pasamos por junto a ella, que está en el camino, y saliendo del lugar como dos tiros de mosquete, el uno que iba a mi lado derecho puso la mano detrás por debajo de la capa, a quien yo miraba más a las manos que a la capa, y al punto saqué la espada y dí tan gran cuchillada en la cabeza, que cayó en el suelo con las escribanías en la mano, que si no se las veo le asegundo; el otro, que era el alguacil, metió mano al punto, y tirándome afuera hice una raya en el suelo con la espada, y dije: "¡no me pase de ahí nadie que lo haré pedazos!".

   El alguacil tomó la sangre con unos pañizuelos, y de aquella manera me notificaron no entrase en el Escurial sin licencia del Rey, pena de la vida. Yo dije: "¿y mi mula, que está en el mesón? ¿tampoco no puedo ir por ella?" Dijeron: "¡no, que se la enviaremos!", y á toda prisa se fueron a curar el escribano y a dar cuenta al que se lo había mandado. Dicen que se rió mucho en la comida del Rey. Trújome un labrador mi mula y púseme a caballo camino de Madrid, y en las siete leguas entré en cuenta conmigo y me resolví el irme á servir al desierto a Dios y no más Corte ni Palacio.

   Entré en Madrid y fuíme a mi posada, donde perseveré en mi propósito y traté de mi viaje, que fué el irme a Moncayo y fabricar una ermita en aquella montaña y acabar en ella.

   Compré los instrumentos para un ermitaño: cilicio y deciplinas y sayal de que hacen un saco, un reloj de sol, muchos libros de penitencia, simientes y una calavera y un azadoncito. Metí todo esto en una maleta grande y tomé dos mulas y un mozo para mi viaje, sin decir a nadie donde iba. Despedí un criado que tenía, recibí la bendición de mi madre, que pensó iba a servir mi Sargentía Mayor, y muchos lo pensaron cuando me vieron pasar por San Felipe, camino de Alcalá y Zaragoza.

   Llegué al puerto de Arcos, donde se registra, y quiriendo que abriese la maleta, como la vieron grande, dije:
"¡Suplico á V. ms. no la abran, que no hay cosa de registro; ¿qué quieren que tenga un soldado que viene de la Corte?" Ellos quisieron abrirla, y comentando, sacaron los instrumentos dichos, que se quedaron espantados, y dijeron: "¡señor, ¿dónde va con ésto?" Dije: "¡a servir otro poco a otro Rey, que estoy cansado!"; y como vían que yo iba bien tratado les movió a lástima, y en particular el mozo de mulas, que lloraba como una criatura; fuimos de allí adelante tratando los dos de mi retirada, hasta que llegamos a Calatayud, que habla unos caballeros de Malta, mis conocidos, a quien pedí algunas cartas de favor en que me acreditasen para el Obispo de Tarazona, que Moncayo está en su diócesis.

   Pedricáronme no tomase tan fuerte resulución, porque sabían quien yo era, y no pudiéndome sacar de mi intento me dieron cartas de mucho crédito, y aún suplicaban al Obispo que me lo quitase de la cabeza. Era Obispo un fraile jerónimo que había sido confesor del Rey Felipe segundo.

   Llegué a Tarazona, fuíme a una posada, despedí mi mozo y mulas, que no se quería ir, ¡tanto amor me había cobrado!, y de allí dos días fuí a ver al Obispo y dí las cartas. Mandó que me quedase a comer con él y sobremesa me hizo un sermoncito, puniéndome por delante los mil inconvenientes y la mocedad; yo siempre firme en mi propósito; estuve en su casa ocho días regalado, y siempre con sermones, hasta que vió no tenía remedio, con lo cual me dió cartas para su Vicario, que estaba en Agreda, que está a la falda de Moncayo. Llegué, dí mis cartas al Vicario, que se espantó de mi resulución, y dijo que cuando quisiese podía comenzar.

   Estaba por Corregidor un grande amigo mío en esta ciudad, de Madrid, que se llama D. Diego Castellanos de Maudes, que como me vió me llevó unos días a su casa, que casi me hubiera quitado el pensamiento; y como supieron en la ciudad mi intento y que el Corregidor me abonaba, que era hombre que había estado en tantas ocasiones, gané las voluntades de todos; con que vista mi perseverancia ayudaron a fabricar mi ermita, que fué poco más de media legua de la ciudad, en la falda de la montaña.

   Compúsela de algunas cosillas, con la imagen de Nuestra Señora de la Gracia, de bulto. Hice una confesión general en un convento de San Diego, de frailes franciscos descalzos, que está fuera de la ciudad, en el camino de mi ermita; que el día que me vestí de ermitaño descalzo fué el Vicario y la bendijo, y dijo misa, y estuvo el Corregidor y muchos caballeros, que acabado se fueron y me quedé solo tratando de repartir el tiempo en cosas saludables al alma. Púseme el saco de la color de San Francisco y descalzo de pie y pierna. Venía todos los días a oir misa al convento, donde tenía batería de los frailes,que querían fuese uno dellos; yo no quería.

   Los sábados entraba en la ciudad y pedía limosna; no tomaba dinero, más que aceite, pan y ajos, con que me substentaba, comiendo tres veces a la semana una mazamorra con ajos y pan y aceite, cocido todo, y los demás días pan y agua y muchas yerbas que hay en aquella montaña.

   Confesábame cada domingo y comulgaba. Llamábame fray Alonso de la Madre de Dios, y algunos días me hacían comer los frailes coro ellos, con intención que me metiese fraile; y como vieron que no había remedio, me pusieron pleito para que me quitase el hábito o saco que traía de su Orden. Salieron en ello y hube de mudar traje, que me pesó harto, tomando color de los frailes visorios, que creo si los hubiera allí fuera lo mesmo; ¡tanta gana tenían de meterme en su religión!

   Yo pasé cerca de siete meses en esta vida, sin que se me sintiese cosa mala, y estaba más contento que una pascua; y prometo que si no me hubiesen sacado de allí como me sacaron y hubiera durado hasta hoy, que estuviera harto de hacer milagros.

   Volvamos atrás, cuando pasé por Hornachos, que había pasado tiempo de cinco años, del año 1603 al de 1608, que era cuando estaba en la ermita, o me fuí á ella.

   Hubo en España algunas premisas que los moriscos se querían levantar, y habiendo ido el alcalde Madera, que lo era de Casa y Corte, a Hornachos a hacer unas averiguaciones graves contra el rebelión que dicen se conjuraban los moriscos, estaba en dicho lugar con su corte, en el cual mandó ahorcar seis moriscos; el por qué no lo sé, más de que habiendo venido del lugar de Guareña a Hornachos unos labradores a vender algo, vieron ahorcados los moriscos, con lo cual dijeron: «no sin causa aquellos soldados que pasaron por nuestra tierra los años atrás, decían tenían éstos una cueva de armas escondidas.» No faltó quien lo oyó y avisó al alcalde, que mandó prenderlos, y tomada su confesión dijeron que una compañía de soldados que había pasado por su tierra los años atrás, en una pendencia que hubo con la gente del lugar, decían los soldados: «¡Ah, cuerpo de Dios, si nos hubieran armado con las armas que hallaron escondidas en la cueva de Hornachos!»

   Preguntáronlos quién era el capitán; dijeron que no sabían; con que despachó al lugar a ver si lo podía saber, y como en todos los lugares antes de alojar se echa un bando en nombre del Capitán, halláronlo con facilidad.

   Sabido el nombre del Capitán, que a la sazón estaba en Nápoles, hallaron testigos en el lugar, como decían que el Alférez tuvo la culpa, que pues las halló sin decir a naide nada, las había de repartir entre nosotros. Con lo cual procuró saber quién era el Alférez; no lo supieron decir, y así se envió a la Corte a saber quién era el Alférez del Capitán D. Pedro Jaraba del Castillo en la leva del año 1603, y con facilidad supieron era yo.

   Buscándome alcanzaron a saber cómo estaba en Moncayo hecho ermitaño y había dejado de ir a servir la plaza de Sargento Mayor de Cerdeña, porque había escrito de la ermita a mi madre y a unos Oficiales de la Secretaría de Estado, mis amigos, que entonces la tenía el Sr. Andrés de Prada, el viejo, que me hacía mucha merced; con lo cual despacharon una cédula Real para que me fuesen a prender, pareciéndoles que pues había topado aquellas armas y de ellas no se había tenido noticia hasta entonces, y que en tiempo que los moriscos trataban de levantarse no quisiese yo haber ido a ejercer á Cerdeña mi oficio, sino retirádome en hábito de ermitaño á Moncayo, que es lo más fuerte de España y se comunica con Aragón y Castilla, siendo la raya de lo uno y lo otro, les dió á imaginar que yo sería el rey de aquellos moriscos, no sabiendo lo que me obligó á retirarme.

   Llegó el que traía la comisión, que se llamaba Fulano Llerena (alguacil de corte), y presentóla de secreto al Corregidor de Agreda, y convocando mucha gente armada fueron a mi ermita; y como no era camino real ni otro el de la ermita, yo me espanté de ver venir tanta gente junta y armada: imaginé era alguna compañía de soldados bisoños que pasaban á Aragón; pero viéndolos encaminar a la ermita, no sabía qué decirme.

   Más de que llegaron con tanta prevención, como si fuera un castillo lo que habían  de ganar, y llegándose a mí que estaba con un rosario en la mano y un cayado en la otra, me agarraron y prendieron, y al punto me ataron las manos atrás y pusieron un par de grillos en los pies con el mayor contento, como si hubieran ganado una ciudad muy fuerte, y puniéndome encima de un pollino, asentado y atado, comenzaron á caminar la vuelta de la ciudad. Yo oía decir: «este es el rey de los moriscos; miren con la devoción que andaba en la sierra.» Otros decían mil disparates, con que llegamos a do había salido todo el lugar a verme, y á unos hacía lástima y a otros daba qué decir.

   Metiéronme en la cárcel con gran guarda, donde estuve aquella noche encomendándome a Dios y haciendo examen de mi vida, por qué podían haberme preso con tanto cuidado y cédula del Rey.

   No podía saber qué fuese, porque hacía mil juicios; otro día rogué me llamasen al Corregidor; vino y preguntéle me dijese si sabía la causa de mi prisión. Respondióme que creía era tocante a los moriscos, con lo cual imaginé sería por las armas que topé en Hornachos, que luego se me vino á la memoria, y dije: "¡si es por las armas que topé en Hornachos, ¿para qué me prendían con tanta cautela?; que preguntándomelo lo diría!"; el Corregidor se espantó y llamó al punto al tal Llerena y se lo dijo, de que daba saltos de contento, y mandó que me quitasen las prisiones de las manos, que me atormentaban.

   Dábanme de comer con arreglo, y como estaba enseñado a comer yerbas, me hinché luego, que pensaron me moría, y pensaron era veneno; llamaron los médicos, curáronme, y luego conocieron lo que fué, que era fácil de sanar. Caminábamos á Madrid, y en el camino fui regalado, pero con mis prisiones y doce hombres de guarda con escopetas. Llegamos a Madrid y me llevaron a apear á la calle de las Fuentes, en casa del alcalde Madera, que había venido de Hornachos.

   Apeado, mandóme quitar las prisiones y metió en una sala donde quedamos solos, y comenzándome con amor a preguntar la causa de haberme retirado, le dije lo que ya tengo escrito atrás; pasó adelante, y díjome si había estado en Hornachos alguna vez; respondíle: "¡Señor, si es por las armas que topé en un silo allí, pasando con mi Compañía habrá cinco años, no se canse V. m., que yo se lo diré como pasó!".

    Levantóse y abrazóme diciendo que yo era ángel, que no era hombre, pues había querido Dios guardarme para luz del mal a intento que tenían los moriscos, y comencé a contárselo como está dicho; mandó que me llevasen en casa de un alguacil de Corte que se llamaba Alonso Ronquillo, con seis guardas de vista, pero sin prisiones, con orden me regalasen, y que a la comida y cena estuviese un médico a la mesa, el cual no me dejaba comer ni beber a mi gusto, sino al suyo, por lo cual veo que come mejor un Oficial que un gran señor.

   Pasóse cuatro días, que no me dejaron escribir ni enviar recado a naide de mis conocidos y madre, y al cabo de ellos vino el mesmo alcalde con un secretario del crimen que se llamaba Juan de Piña, y me tomó la confesión de verbo a verbo, en la cual no quiso que me llamase fray Alonso de la Madre de Dios, sino el Sargento Mayor Alonso de Contreras, y así me hizo firmar.

   De allí a quince días que yo ya comunicaba con mi madre y amigos, aunque siempre con guardas de vista, pero no con médico a la mesa, llegó una noche el alguacil Ronquillo, a media noche, vestido de camino y con pistolas en la cinta, con otros seis de la mesma manera, y entró en el aposento y dijo: "¡Señor Sargento Mayor, vístase V. m., que tenemos que hacer!". Yo, como lo ví de aquella manera, dije: "¿Qué, señor?", "Que se vista, que tenemos que hacer" Yo tenía poco que vestir, más que echarme encima un saco, y hecho le dije: "¿Dónde va V. m.?" Respondió: "¡A lo que ordena el Consejo!". Entonces yo respondí: "¡Pues sírvase V. m.. de enviar á llamar a San Ginés quien me confiese, que no he de salir de aquí menos que confesado!". Entonces tornó y dijo: "¡Es tarde; vamos, que no es menester!"; y por el mesmo caso me temí lo que tenía en mi imaginación, que era el llevarme a dar algún garrote fuera de el lugar.

Soldado Español
Málaga - 2018

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