06/09/18

AUTOBIOGRAFÍA DEL CAPITÁN ALONSO DE CONTRERAS. 3ª PARTE

   Capítulo X: En que se sigue el levantamiento de testimonio sobre que era rey

   En suma: trujeron al Teniente Cura de San Ginés, que estaba a tres casas, y arrimándome a un rincón me confesé.
¡Pluguiera Dios fuera hoy que escribo esta la cuarta parte tan bueno como entonces! Supliqué y pedí con citación al confesor que a otro día habia de dar cuenta de lo que le pedía al secretario Prada y a mi madre, y era suplicarle de mi parte se siguiese la causa, porque en ningún tiempo se dijese yo había sido traidor al Rey, con lo cual se acabó la confesión y se fué el Teniente Cura, y a mí me pusieron unos grillos y ataron muy bien encima de una mula de silla, y por debajo de la barriga de la mula ataron el otro pie en que no iban grillos.

   Salimos de casa, que vivíamos a la rinconada de San Ginés; subiéronme por donde van los ahorcados, entré la plaza y bajáronme por la calle de Toledo y Puerta Cerrada, calle de los Ajusticiados; verdad que era camino de la Puerta de Segovia por donde habíamos de ir para Hornachos donde me llevaba, que pudo decírmelo, con que escusara aquella aprensión que tomé de que me llevaban a dar garrote.
  
   En suma, caminamos nuestro camino lo que quedó de la noche y a cada sombra de árbol pensaba que era el verdugo. Amanecimos en Móstoles, caminamos a Casarubios donde dimos cebada y almorzamos, aunque yo de mala gana, y díjele al alguacil por qué no me decía a dónde íbamos, y hubiera ahorrado tan gran pesadumbre como había tomado aquella noche. Díjome que íbamos a una tierra que no me lo quería decir, porque llevaba orden del Consejo, hasta que estuviésemos en ella; que aún me quedó algunas sospechas.

   Llegamos a la vista de Hornachos y entonces dijo que íbamos a él, y que se había de hacer una diligencia aquella noche, que no habíamos de entrar hasta media noche. Nuevos pensamientos para mí, que estuvimos en una huerta aguardando la hora, y yo pensé era la postrera, pero no me daba cuidado. Siempre que haya de ser me coja como entonces, que me contento.

   A la entrada del lugar me quitó los grillos y desató, diciéndome: "¡V. m. diga la casa donde estaban las armas!". Dije: "¡señor, yo no conozco el lugar porque no estuve en él más de una tarde y una noche, y cuando me llevó el soldado era de noche, y hace cinco años; pero póngame V. m. en una calle que hay que está arriba, donde hay una fuente, que espero en Dios acertar la casa!"; hízolo, y dije, ésta ó ésta es la casa; dijo, pues vámonos a la posada. Fuimos y dábame de cenar, ¡reventado sea! ¡Mirá si me había dado buena cena con semejantes tragos!

   Amaneció y dieron traza para que yo entrase en las dos casas, sin escándalo, a reconocerlas, y fué que entrando en otras primero decían que era enviado del Obispo de Badajoz á ver las casas, si tenias imágenes y cruces; y como yo era ermitaño, creyéronlo y fué causa que vinieron santeros con estampas de papel a Hornachos, que se hicieron ricos, y no había puerta que no tuviera dos o tres cruces, que parecía campo de matanza. Entré en la casa y topé el silo, pero no estaba como yo lo había confesado en mi confesión, que era blanco como una paloma y de algunos treinta pies de largo y veinte de ancho.

   Halleme confuso y arrimado á la pared; con el dedo estuve arañando como confuso, cuando quiso Dios que cayó un pedazo de lodo de donde arañaba, y debajo quedó blanco. Reparé en ello y dije, "¡señor, traigan quien derribe una tapia porque rasqué todas las paredes y no había blanco más de las tres, y la una era negra!". Trujeron quien la derribase la negra, y luego quedó el silo como yo lo había dicho, porque habían echado una tapia en medio del silo y de un aposento habían hecho dos y echado una capa de barro encima.

   Prendieron al dueño de la casa. Dijo que él había comprado la casa dos años había, de otro morisco, que no sé cómo se llamaba, mas que yéndole a prender, como había ya sabídose el ruido de el derribar la casa tomó una yegua que tenía y se fué á Portugal, que costó harto de sacarlo del; embargáronle su hacienda, que la fiesta fué para el alguacil y las guardas. Con ésto ya me tenían con menos cuidado. Despachóse a la Corte con lo dicho, que estimó el Alcalde la nueva.

   Yo casi malo y de muerte; pero fueron tantos los remedios y cuidados que sané presto; enviaron por mí, y para llevarme trujeron litera y médico que fuese conmigo, porque iba convaleciente, y en todas las tierras que pasaba salía el Corregidor a Alcalde a entregarse de mí hasta la mañana que me tornaba a entregar; pero regaladísimo, y en lindas casas y no en cárceles, que nunca entré en ellas. Llegamos a Madrid y lleváronme a la mesma casa. Vióme mi madre con hartas lágrimas.

   Yo estaba ya bueno, y un día lleváronme en casa del Presilente de Castilla, que era el Sr. D. Pedro Manso, donde había una junta con Consejeros del Real y de Guerra. El Sr. D. Diego de Ibarra y el Sr. Conde de Salazar eran del de Guerra; los demás no tenía con ellos conocimiento sino con el Sr. Melchor de Molina, que era Fiscal.

   Trujeron al Comisario a carear conmigo, a quien yo confesaba había dado cuenta y él había negado no había estado en Hornachos, y leyéndome la confesión dije que conocía al tal Comisario y que era verdad todo lo contenido en aquella confesión, y que para qué negaba cosa tan clara. Nególo; y yo dije: "¡señor; esta es la verdad, y si es menester retificarlo en un tormento lo haré!". Con ésto se acabó, mandándome llevar a mi sólita prisión y al Comisario a la cárcel de Corte.

   No pasaron muchos días, que una noche, después de acostado, me mandaron vestir, y metiéndome en una silla me llevaron a la calle de las Fuentes y metieron en una sala muy entapizada donde había una mesa con dos velas y un Cristo, y tintero y salvadera, con papel; allí cerca un potro que no me holgué de verlo, y estaba el verdugo, y el alcalde y escribano. El alcalde me consoló y dijo que el comisario negaba no le había dado parte de las armas y que así era menester darme tormento, que le pesaba en el alma de ello; y así, mandó, que se hiciese lo necesario. El secretario me notificó no sé qué, que no me acuerdo, y el verdugo me desnudó y echó en aquellas andas y me puso sus cordeles.

   Comenzáronme á decir dijese a quién había entregado las armas. Yo dije que me remitía a mi confesión; dijo, "¡que bien se que te dieron á ti y á tu Capitán cuatro mil ducados porque lo callásedes!". Yo respondí, "¡es mentira, que mi Capitán supo de ello como el Gran Turco; lo que tengo dicho es la verdad!"; conque no quise responder más palabra en todo el tiempo que me tuvieron allí, mas de que dije: "¡recio caso es atormenten por decir la verdad, que tan poco me importaba el decir lo dicho de bueno a bueno; si quiere V. m. que me desdiga lo haré!". Dijo, "¡aprieta y da otra vuelta!", y no me pareció que me dolió mucho esta vuelta, y luego me mandó quitar y que me metiesen en la silla y llevarme a casa, donde me curaron y regalaron como al Rey; y al meterme en la silla me abrazó el Alcalde.

   Estuve en la cama regalado más de diez días y luego me levanté, y el comisario estaba apretado en la cárcel de Corte; pero tenía al Condestable viejo que le ayudaba, y al Conde del Rhin, hombre viejo, además de treinta mil ducados que decían tenía.

   Proveyóse un auto en que me soltasen, tomándome pleito - homenaje que no saldría de la Corte hasta que se me mandase, y mandaron que me quitase el hábito de ermitaño, para lo cual me vistieron de terciopelo, muy bien, en hábito de soldado, y me daban cada día cuatro escudos de oro para comer y posada, los cuales me daba el Secretario Piña cada cuatro días con puntualidad. Todo esto se pagaba de los bienes de los moriscos.

   Salí a San Felipe, como digo, galán; todos se espantaban de verme y holgaban de que estuviese libre. Yo iba cada noche en casa del Alguacil que me había tenido preso, y su mujer me decía: "¡señor, el Comisario prueba no estuvo en Hornachos, con muchos testigos; yo, por el pan que ha comido con nosotros V. m., le aconsejaría se fuese, no tornase a caer en prisión, y, como dicen, más vale salto de mata que ruego de buenos!". Yo pensé lo decía con buena intención, y pardiez que traté de irme como me lo aconsejaba, porque lo hacía a estancia del Comisario, que, como digo, era rico, y al fin se le cuajó su intención.

   Yo tenía algo ahorrado y rogué al secretario me diese por dos días la ración, que lo había menester, y vendiendo el vestido negro, habiendo comprado en la calle de las Postas un calzón y capote pardo, sin aforro, y unas polainas y una mala espada, con mis alforjas y montera salí una noche al anochecer de Madrid, camino de Alicante; y ésto era por Enero. Quien ha caminado aquellos caminos en tal tiempo me terná lástima.

   Amanecí en la barca de Bayona y caminé por esa Mancha arriba. Llegué a Albacete de donde tomé el camino de Alicante, que llegué en cuatro días y aquí tomé lengua donde estaba el Tercio de la Armada, porque estaban todos los Tercios de Italia y Armada en aquel reino de Valencia donde estaban muchos soldados de mi compañía cuando pasé por Hornachos, que como agregaron mi Compañía cuando me reformaron en Lisboa, todos los que quedaron en pie los metieron en la Armada, en el Tercio della.

   Supe como estaba este Tercio en la Sierra de Cortes y en Lahuar caminé hacia ella en el hábito que he dicho, y buscando algunos soldados de los míos tuve medio de irme cada día a ver entrar las Compañias de guarda, donde hallé mas de quince, y entre ellos dos que eran Alféreces, vivos.

   Contéles mis trabajos a los alféreces, que se condolieron y llevaron a su posada, y diciendo que el Comisario negaba no había estado en Hornachos, dijeron que mentía, que aún le darían señas de lo que almorzó aquella mañana, y en qué posada; hablamos algunos de los soldados, para que dijesen sus dichos, y teniéndolo prevenido hice un memorial para el Auditor del Tercio en que me convenía desaminar ciertos testigos, de cómo un fulano había estado presente en una tierra o lugar que se llamaba Hornachos, por tal tiempo, y que para cobrar cierta hacienda me importaba; le suplicaba y daba los nombres de los testigos.

   Con esto desaminé cinco testigos de cómo estaba el Comisario en Hornachos cuando la Compañía estuvo allí. Después de hecho lo guardé y quise irme; pero estábamos de día en día para saquear los moriscos de aquella sierra y me aguardé algunos días, y también por aguardar buen tiempo, que le hacía cruel.

   Cuando me huí de Madrid me echaron menos a dos días y enviaron a buscarme por diferentes partes, y así mesmo me pregonaron en Madrid llamándome a pregones, con lo cual, como no respondí ni se sabía dónde estaba, aunque tuvieron noticia que había huído hacia Valencia por algunas señas que tuvieron de mí; con que el Comisario comenzó a pedir que le soltasen, porque todo lo que yo había dicho era mentira y que me había vuelto a buscar los moriscos para meterme entre ellos; tenía dinero y los dos grandes señores que le ayudaban, y así no hubo dificultad en soltarle, aunque el Alcalde no creía de mí cosa mala, y más que se había hecho secretamente una plena información hasta dentro del cuarto grado, para saber si tenía alguna raza de moro ó judío; y digo ésto, porque después me dijo el secretario Piña: "¡si V. m. tuviera lo que costó de hacer pesquisa y información de su nacimiento, padres y abuelos paternos y maternos, había para pasar algunos días, y fué V. m. venturoso en que no hallasen cosa de lo dicho, porque es cierto le hubieran ahorcado!".

   El buen Comisario andaba fuera de la cárcel, y la sentencia de los moriscos se iba fulminando el echarlos de España, y a mí buscándome.

   Cuando de allí a pocos días, en un saquillo que hubo de unos moriscos en la sierra de Lahuar me tocó un macho bizarro o mulo de arriero, con que tomé el camino de Albacete y un pasaporte del Sargento Mayor del Tercio, como no tenía plaza y aquel mulo lo había ganado y era mío, con sus señas. Entré en Albacete y vendí el mulo, que me dieron por él treinta y seis ducados y valía ciento. Caminé a Madrid, y antes de llegar una legua, en Vallecas, hice un pliego de cartas intitulado: al Rey N.º Señor, en manos del Secretario Andrés de Prada; y con mis alforjas; como correo, entré en Madrid al anochecer. Fuíme derecho en casa del Sr. Conde de Salazar y hablé con su Secretario Medina, y conociéndome dijo que me fuese con Dios, que si me cogían me habían de ahorcar mañana. Repliquéle, y él en que me fuese; llamé un paje y dije: "¡V. m.. diga al Conde que está aquí un correo que viene del ejército de Valencia!".

   Mandóme entrar al punto, y como me conoció miró a un lado y a otro si había gente, me pareció para prenderme. Yo le dije: "¡Señor, yo soy el Alférez Contreras, que por la reputación me ha obligado a venir ansí (venía con el lodo á medía pierna) y para que vea V. S.ª aquí traigo información bastante como el Comisario estuvo en Hornachos, que por irla a hacer donde había soldados de la Compañía me fuí sin licencia; ahora V. S.ª mande lo que fuere servido!". Entonces, dijo:"¡ por este hábito, que siempre tuve buen concepto de Contreras. Vaya en casa de Melchor de Molina, el fiscal, y cuénteselo luego, y veámonos mañana!".

   Yo fuí en casa de Melchor de Molina, el fiscal, y me dijeron que estaba acostado, con que me determiné a ir en casa de una mujer conocida, y llamando a la puerta me respondió una moza que tenía y abrió; y como me conoció, dijo á voces, como espantada, "¡que es el Alférez!" Entré con la figura que he dicho, que era dificultoso el conocerme, y dije: "¿de qué se alborotan?" Dijo la mujer:"¡ está loco en venir á Madrid, que no tardarán tanto en cogello  como en ahorcallo. Por las llagas de Dios se vaya á una Iglesia!". Dije: "¡Isabelilla, toma, ve en casa del Embajador de Inglaterra y trae una empanada de lo que hallares y vino, que estoy muerto le hambre, y si me han de ahorcar, deja que muera harto!".

   La moza fué y vino en el aire; trujo la empanada y vino, y dije a la ama: "¡siéntese y cene!". Dijo que había cenado, y yo comencé a cenar, y acabado hice que me lavaran los pies con un poco de vino y me acosté; dormí, que venía cansado, y por presto que madrugué, ya estaba fuera el fiscal. Dijéronme que había ido a misa á la Compañía, y fuí allá, y al salir de la iglesia habléle y dije cómo traía información, y que el Conde me había dicho se la llevase y que se verían en Palacio. Tomó la información, doliéndose de verme, y dijo le aguardase en su casa; yo lo hice como lo mandó.

   La criada de la señora donde había cenado era amiga de un corchete y avisóle por la mañana, mientras fuí en casa del fiscal, que yo mesmo había dicho iba allá por la mañana cuando salí, y éste avisó a su amo, que era un Alguacil de Corte que se llamaba Artiaga, y aprestándose con otros corchetes fueron aguardarme cuando saliese de allí. Aguardé hasta medio día, que vino el Fiscal, y apeándose del coche, me vió y dijo: "¡venga V. m., que Su Majestad le ha de hacer mucha merced!", y esto asido de la mano; los que venían con él se espantaron ver a un hombre que parecía correo de a pie y menos hacer tantos cumplimientos. Entramos en el estudio y sentámonos, y comenzó a engrandecer mi valor, y dijo: "¡V. m. vaya en casa del Conde, que hemos estado en Palacio juntos y se ha tomado resulución con V. m!".

   Yo salí de la casa, cuando cargó el alguacil con sus corchetes sobre mí, "¡favor al Rey!" Yo metí mano a la herruza y comencé a jugar, pareciéndome que era trampa lo del Fiscal, que no dejaba llegar a mí a naide. Avisaron al Fiscal, que salió a la puerta, diciendo: "¡pícaros, ladrones! ¿qué hacéis? ¿Sabéis quién es ese que va vestido de correo? Por vida del Rey, que os haga echar en una galera; ¿no bastaba que salía de mi casa?" Con lo cual quedó el Alguacil aturdido, y yo, envainando mi espadilla, me fuí en casa del Conde, con más de cien personas detrás y delante.

   Aguardé que viniera; y aún no se había ido la gente de la puerta cuando llegó y me dijo: "¡Suba á casa, Sr. Alférez!". Seguíle, y estando arriba, me dijo: "¡V. m. ha cumplido como muy hombre de bien. Esto está acabado; mire para dónde quiere una Compañía, y se le dará el despacho!". Yo le besé la mano por ello, y dije: "¡Señor, ya que ha de ser; sea para Flandes!"; y entonces me dió un billete para el Secretario Prada y más trescientos reales en piezas de a dos. Con que fuí en casa del Secretario y dí el billete y él me dió un pliego que hizo para el Rey, que estaba en el Pardo; fuíme al Pardo y entregué el pliego al Secretario, y dijo que volviera a la tarde a boca de noche al escritorio; y volviendo, me dió un pliego para el mesmo Secretario Prada y mil reales en piezas de a cuatro.

   Tomé lo uno y lo otro y vine a Madrid y entregué el pliego, y había en él una cédula para Flandes de doce escudos de ventaja y una carta para el Archiduque, en que me mandaba el Rey me diese una Compañía de Infantería, con lo cual me vestí a lo soldado y la derrota para Agreda, donde era ermitaño, pidiendo a mi madre su bendición y dejándola algún socorrillo del que me habían hecho a mí. El Comisario, como tenía dineros y tan buenos ángeles de guarda, y estaba ya suelto en fiado, y la sentencia dada contra los moriscos que los echasen de España, le dieron un destierro que le debió de durar poco, porque le ví en la Corte de allí a cuatro años poco más.


Capítulo XI: En que se dice la salida que hice de Madrid para Flandes y sucesos de la muerte del Rey de Francia

   Salí de Madrid y encaminéme a Agreda, donde llegué en poquitos días. Fuíme a una posada y supo todo el lugar estaba allí, que se holgaron infinito de verme, y más con las honradas cédulas que llevaba del Rey.

   Estuve allí cinco días, y luego me partí para San Sebastián, adonde llegué con salud, y me embarqué en un navío de Dunquerque para Flandes, que llegué en ocho días. Desembarquéme y fuí á Bruselas; presenté al Archiduque mis despachos, hízome mucha merced, y mandóme sentar el sueldo, y que en la primera ocasión me daría una Compañía. Hícelo sentando la plaza en la Compañía del Capitán Andrés de Prada, que era deudo del Secretario de Estado, en el Tercio del Maestre de Campo D. Juan de Tileneses, que estaba en Cambray de guarnición.

   No hubo ocasión en más de dos años de salir a campaña ni de darme Compañía, hasta que se revolvió lo de la Princesa de Condé que el Rey de Francia, Enrique Cuarto, la quería en todo caso; él sabe para qué; la cual se había venido a favorecer de la Señora Infanta y la tenía en su poder en Bruselas, y a su marido también, que es el Príncipe de Condé, jurado en Francia por tal Príncipe y heredero ligítimo de aquella Corona, si el mucho valor de Enrique IV no se la hubiera quitado; que se me ofrece tratar de él un prodigio de que soy testigo, y aún tengo dicho mi dicho delante del Magistrado de Cambray sobre el caso.

   Es a saber: que el Rey de Francia tenía hecha su liga con los potentados de Alemania y Italia, que ya tendrá el lector noticia della, que fue la del año 1610, y aún creo que dura hoy.

   Trató de irse á San Deonís a jurar la Reina, que la dejaba en su lugar, y aquel día que lo había hecho se vino a París, que son dos leguas de una calzada, y entrando en la ciudad, en una calle angosta donde la guarda no pudo ir cerca de la carroza donde iba el Rey, se arrojó un hombre y con un cuchillo jifero le tiró una puñalada, y visto que el Rey habló diciendo que "no le a tué", que quiere decir no le mateis, se arrojó de segunda vez y le dió otra, con que mató al más valiente Rey que ha habido de ducientos años a esta parte, y prendieron a este hombre, al cual dieron infinitos tormentos para matarle, dándole cada día su género de tormento, y lo más que dijo siempre: "Mon Dio de paradi", que quiere decir, Dios mío del Paraíso; y más que preguntándole que quién se lo había mandado hacer, decía que nadie, que él lo había hecho porque no padeciesen los cristianos, y que había venido de su tierra otras dos veces a hacer este caso, y no había tenido ocasión de hacerlo, y gastándose lo que traía, se volvía.

   Este se llamaba Francisco de Rubillar, natural de Angulema. Era maestro de niños. Angulema está en Bretaña. Sucedió esto a 14 de Mayo de 1610, a las cuatro de la tarde. Todo esto es relación verdadera, que como estuve en Cambray, que está cerca, me certifiqué de todo; pero lo que ví diré agora, a que tengo citado.

    Como he dicho, estaba de guarnición en Cambray con mi Tercio, al cual se le había dado orden que se aprestase para salir a campaña, y nosotros los soldados deseábamoslo como la salvación.

   Sucedió que habiéndome nombrado de ronda a la muralla con otro Alférez mallorquín, que se llamaba Juan Jul, porque estaba nuestra Compañía de guarda, subimos á la muralla, donde hay muchas garitas, y llegando sobre la puerta de Perona oimos una corneta de correo que nos alegró: es a saber, que los maestros de postas dejan fuera de la ciudad seis caballos para los correos que pasan, los cuales no puede dar si no lleva el boletín del Gobernador, que se le da en una cajeta que está con unos cordeles desde la tierra a la otra parte del foso; y allí llegan los correos y dan voces a la guarda, y luego dicen ¿de dónde vienen? y si traen cartas las echan en la cajeta y con ellas van en casa del Gobernador, donde se le da el boletín y lo lleva y echa en la caja; y tirando la cuerda la toma el correo y la da al maestro de postas y le da caballos.

   El correo llamó y le respondimos, ¿qué de dónde venía?; dijo que de España, que es aquel el camino. Dijímosle:
"¿trae cartas para el Gobernador?" Dijo "¡no; despáchenme luego!"; con lo cual le preguntamos: "¿qué hay de nuevo?" Respondió:"¡ esta tarde mataron al Rey de Francia con un cuchillo y le dieron dos puñaladas!". Con esto resolvimos que fuese yo á dar aviso al Gobernador, por ser más ligero. Llegué, que estaba acostado, y cuando le dije la nueva se espantó, porque sabía el estado y riesgo que tenían las cosas.

   Dióme el boletín y fuí a la muralla, y echamos en la cajeta y el correo le tomó, que estaba a pie, y no traía más de un caballo, y se fué con él de diestro camino del maestre de postas, que estaba de allí un tiro de mosquete.

   Nosotros seguimos nuestra ronda, dando aviso de lo pasado en los cuerpos de guarda, que todos se espantaban. Amaneció; y de todo aquel Cambrasi, que son muchos lugares, se venían, retirando en carros la ropa para meterla en Cambray, porque decían que la gente levantada iba a saquearlos por la muerte del Rey. Con que fué mentira la muerte del Rey que se ha contado y a mí me daban la vaya. Pasó esto así que se ha oído, y al cabo de nueve días naturales vino un criado del Embajador D. Íñigo de Cárdenas, que lo era por el Rey en París, corriendo la posta, y contó la muerte como está contada, sin discrepar un punto; y como quedaba la casa del Embajador con dos Compañías de salvaguardia que mandó poner la Reina porque no matasen al Embajador y a su gente, pensando era la causa.

   Admiráronse del caso, y mandando llamar al maestro de postas para que dijese si había dado los caballos tal noche, dijo que no, por lo cual mandaron dijésemos nuestros dichos como lo dijimos, y se creyó que aquel correo había sido algún diablo o algún angel.

   Nosotros salimos a campaña y estuvimos en ella hasta Septiembre, que nos retiramos, y pedí licencia al Archiduque, por saber que en Malta había Capítulo general, donde pretendía tener algún fruto de mis trabajos, como lo tuve.

   Dióme licencia, y por no tener caudal con que ir en un caballo con un criado o solo, me vestí en hábito de pelegrino a  lo frances, que hablaba bien la lengua. Metí en el cordón una espada y mis papeles en un zurrón, y comencé a caminar; pasé por una villa que llaman Creu, que está entre Amiens y París, donde estaba el Príncipe de Condé con la Princesa, que ya se había retirado sin miedo. Pedíle me hiciese merced de una carta para el Maestre de Malta; diómela, que era tan larga y angosta como un dedo, y más trescientos reales. Pasé mi camino, entré en Borgoña y llegué á una ciudad que se llama Jalón y pasa un río por las murallas.

   Estaba cerrada la puerta del camino por do venía yo y fué menester ir costeando el río para entrar por otra, y como curioso iba embebecido mirando la fortificación. Repararon en ello, y al entrar por la puerta cogiéronme. Yo, como no había hecho nada, no quería soltar el bordón, forcejeando, y ellos diciendo: "¡el bugre español, espión, que no podemos encubrirnos anque más hagamos!". Con la fuerza que hacíamos se desencajó el bordón y vieron la espada, con que acabaron de creer era espía.

   Lleváronme a la cárcel, donde trataron de darme tormento, y hubo pareceres me  ahorcasen, pues me cogían con las armas encubiertas. ¿que qué más prueba? Yo mostraba mis papeles y licencia del Archiduque; ni por esas; tanto que un español que estaba allí casado por no poder estar en los estados del Rey a causa de ser de los amotinados de Flandes que fueron dados por traidores, doliéndose de mí por español, vino y me dijo: "¡Señor, V. m. no esté descuidado, que éstos le quieren ahorcar: mire, si quiere que yo haga algo!";  pensé que se burlaba, hasta que vi era de veras, y volvíame loco viniese a morir tan seco y sin llover. Díjele: "¡Señor, aquí tengo una carta de favor que me dió el Príncipe de Condé para el Gran Maestre de Malta, en que verán que voy mi camino y no soy espía!". Dijo: "¡démela V. m.!" ¡Cuerpo de Dios! Era tan chiquilla que casi no la hallaba, y tomóla y llevó al Magistrado. 

   Yo quedé tan desconsolado como se deja pensar, y de allí á una hora oí gran tropel en la cárcel, que pensé venían por mí para ejecutar su crueldad, y irás que sentía una voz en que decía: "¿Du eté lo español?", que quiere decir: ¿dónde está el español?; llamadlo. Yo fuí y estaba todo el Magistrado; y me dijeron en francés: venid con nosotros; y me llevaron á una hostería, donde mandaron me regalasen bien. Hízolo el huésped, que no era más hereje que Calvino. A otro día me dieron dos caballos ligeros para que me acompañasen hasta León de Francia y otro caballo para mí, que no gasté blanca hasta llegar allí, comiendo bien.

   En León me entregaron al gobernador. Hizo lo mesmo; que después de regalado en una hostería me sacaron otros dos caballos ligeros hasta ponerme en tierras del Duque de Saboya, que fué Chamberí. Pasé mi camino y de allí tomé la derrota de Génova, donde me embarqué para Nápoles y de ahí para Palermo donde estaba por Virrey el Duque de Osuna a quien hablé y mando darme cien ducados de ayuda de costa, porque vió traía licencia. No faltó quien me dijo que me había mandado prender por las muertes pasadas, y sin saber si era verdad, como no lo fué, me embarqué y fui a Malta, donde fui muy bien recebido, y al punto me enviaron adelante en una fragata a tomar lengua, mientras nuestra armada iba a los Querquenes en Berbería, que fué el año de 1611.

   Hice mi viaje y truje relación verdadera. Túvose Capítulo general en el cual me recibieron en el Priorato de Castilla, sin tener obligación de hacer las pruebas necesarias para ello, sin haber voto en contrario de todo el Capítulo, con ser más de 200. Hice mi año de noviciado y acabado me dieron el hábito, aunque me contradecían algunos caballeros que tenía dos homicidios públicos, y no obstante hice profesión, porque el Gran Maestre lo ordenó.

   En el año de noviciado tuve una pendencia con un caballero temerario, de condición italiano. Fué por volver por otro que me había hecho bien. Tiráronme dos pistoletazos y no me hicieron mal. Pedí licencia para España. Vine en las galeras de la Religión hasta Cartagena sin gastar en comer nada, en compañía del caballero por quien reñí la pendencia, que decir todas las circunstancias sucedidas no habría papel en Génova.

   Llevóme hasta Madrid este caballero, donde me dejó y yo quedé con mi hábito puesto, que todos me daban el parabién, unos de envidia, otros de amor.

   Pedí en el Consejo una Compañía y enviáronme a servir á la Armada Real, donde estuve en las ocasiones que hubo hasta que volví a la Corte con licencia; y en este tiempo me aficioné de una mujer casada, que fuimos amigos algunos días; y otra a quien yo conocía, también casada, traíame en cuentos de celos, tanto que me obligó a hacer una ruindad, que por tal la tengo. Y es que fuí a su casa delante de su marido con resolución de cortalla la ira; saqué la daga para hacello; ella que me vió resuelto tapola bajó la cabeza metiéndola entre las piernas. Yo me ví mohíno y alcéle las faldas, que estaba a propósito, y dila en las asentaderas dos rabanadas como en un melón.

   El marido tomó la espada y salió tras mí, que era en la tienda donde trabajaba, que era oficial, y como hay tanta justicia en Madrid, luego cargó a prenderme. Yo me metí en una casa, donde me hice fuerte a la puerta y no dejaba entrar alma sino era por la punta de la espada. Había justicia de la Villa y Corte, y mientras más tardamos más venía, tanto que llamaron uno de los señores Alcaldes de Corte que era D. Fulano Fariñas y llegado con gran tropa de alguaciles me dijo quitándose el sombrero: "¡suplico á V. m. meta la espada en la cinta!". Repondile: "¡pídemelo V. m. con tanta cortesía, que aunque me hubieran de cortar la cabeza lo haré!"; como lo hice, y dijo: "¡jure V. m. sobre esa cruz de no hacer fuga y venirse conmigo!". Respondí: "¡quien ha hecho lo que V. m. le ha mandado no ha menester; guíe V. m. donde fuera servido!"; y yéndonos mano a mano llegamos á la carcel de Corte y dijo: "¡V. m. quedará depositado hasta que se dé parte a la Asamblea y a su alteza el Príncipe Gran Prior; ¡ola! decí que se le dé un aposento, el mejor que hubiese, y quédese con Dios, que esta noche vendré á ver a V. m.!"

   El alcaide me dijo: "¡si V. m. quiere estar con unos caballeros ginoveses en su aposento, estará con compañía!". Dije que si y subió y se lo dijo, que lo hicieron de buena gana.

   Yo avisé al punto al secretario de mi Asamblea, anque ello sabían ya. Los ginoveses me dieron de cenar y mandaron hacer una cama en el suelo, no mala, y a las doce de la noche vino el caldo a dar tormento a un ladrón y de camino me tomó la confesión, a cual le respondí que bien sabía su merced que el día que había tomado el hábito y hecho profesión, me había despojado mi libertad y que así no la tenía para pisar delante su merced; que antes le suplicaba me remitiese al Príncipe Gran Prior como mi juez. Dijo: "¡dígalo con apercibimiento de no sé qué!", y dije: "¡lo que he dicho, digo y lo firmo de mi nombre!". Esta fué mi confesión, con que el señor Alcalde se fué, y yo acostar.

   A la mañana vino el Alcalde con mucha prisa a que me vistiese, que toda la sala me aguardaba. Respondí que los señores no eran mis jueces y que así no quería ir. Fuélo a decir y mandaron subiesen ocho galeotes y me trujesen con cama y todo a la sala, que al punto se ejecutó, y plantáronme en ella como estaba en mi aposento.

   Comenzaron a decir lo que suelen en aquel tribunal; yo respondí una palabra que les obligó a mandar que me llevasen á un calabozo, y al pasar por los corredores encontré con dos caballeros de mi hábito y el fiscal que venían con orden de la Asamblea a pedirme. Entraron en la sala y cerrados todos ordenaron fuese un Alcalde a hacer relación al Consejo. Fué uno que se llama Fulano de Valenzuela y subió al Rey y volviendo a las doce del día, que no visitaron a nadie, trujo un decreto que tengo yo el tanto dél. 

   Dice: «Remítase el Alférez Alonso de Contreras al Príncipe Gran Prior mi sobrino, con todo lo que hubiese escrito original, advirtiendo primero que se sepa si es profeso, y siéndolo quede un tanto de la carta de profesión en poder de los Alcaldes.» Con esto vino y me llamaron, que ya estaba yo vestido y preguntaron por la carta de profesión. Envié por ella y registrándola me entregaron a los caballeros y llevaron a la cárcel de la Corona, donde estuve hasta que la Asamblea me desterró por dos años, y me fuí a servir a la Armada y estuve hasta que torné a pedir licencia para la Corte a pretender una compañía.

   Salió una elección de 40 Capitanes y no me tocó la suerte. Salí de Madrid con resulución de irme a Malta, que me parecía que allí podría medrar. Topé un caballero que iba a Malta y venímonos juntos. Llegamos a Barcelona y embarcámonos para Génova y despues de llegados a aquella ciudad nos partimos para Roma por tierra, que llegamos en breve tiempo. Aquí me sucedió un trabajillo y fué que yo andaba malo de unas tercianas y aunque las pasaba en pié un día fuime en casa de unas mujeres españolas a entretener el tiempo.

   Llegaron dos gentiles hombres italianos y subieron arriba, porque les abrió la criada sin que yo ni las amas lo supiesen, y entrados en la sala me preguntaron qué hacía allí. Respondí que hablando con aquellas señoras de la tierra, que éramos paisanos. Dijéronme secamente: "¡anda, vete!". Parecióme que era menoscabo el irme de aquella manera y no me dí por entendido, hablando con la una de ellas. Tornáronme a decir: "¡aguarda que le echemos por la escalera abajo!"; yo ya no podía sufrir más y levanté la espada que traía en las manos como enfermo y dí sobre ellos, que todos dos rodaron las escaleras y uno mal descalabrado; a las voces cargaron los esbirros, que en aquella ciudad hay muchos, y metiéndonos a todos en una carroza nos llevaron en casa del Gobernador, donde contado el caso, las mujeres y ellos mesmos me mandaron les diese la mano y con esto nos fuimos cada uno a su casa.

   Estos hombres no tiniendo ánimo de matarme se aunaron con mi huesped y dijeron que me dijese si quería sanar de aquellas tercianas, había un médico que en cuatro días lo haría sin llevar dinero hasta sanarme. Yo, deseoso de la salud, dije que le trujese y a otro día entró el huesped y dijo que allí estaba. Entró; era un hombre vestido de clérigo y visitóme preguntándome del mal. Díjeselo y respondió: "¡en cuatro días daré sano á V. m. y quédese con Dios que mañana volveré; no se levante de la carpa!". Fuese y díjome el huésped: "¡es el mejor médico de Roma y lo es del Cardenal de Joyosa!".

   Aguardé a otro día que vino el buen médico o diablo y sacó una redomica de vino tinto y un papel con unos polvos y pidiendo un vaso echó muchos de ellos dentro y vino de la redoma y revolviéndolo me dijo: "¡bébaselo Vª S.ª Hícelo y acabado de beber me dijo que me arropase, que ya quedaba sano. Fuese y dentro de medio cuarto de hora se me comenzaron a ligar los dientes y las entrañas, que reventaba, pidiendo confesión y echando por arriba cuanto tenía, y por abajo tinta negra.

    Mi camarada el caballero fué corriendo en casa del Embajador de España y llamó al Doctor, que era un portugués que vino al punto, y contado lo sucedido y visto lo echado por arriba y por abajo ordenó remedios con que atajó, aunque con trabajo, tanto mal; que después dijo que para que se viese la gran robustez de mi estómago quería dar ahora a una mula tanto como cabía en una cáscara de nuez y que había de reventar en una hora, y a mí me habían dado una cucharada de plata colmada.

   Continuó hasta dejarme bueno y queriendo prender al médico el huésped dijo que no le conocía sino que él había venido a casa á ofrecerse y decir que era doctor del Cardenal de Joyosa y que lo había hecho por mi bien, que nunca pareció ni volvió tal médico, con que creí había sido enviado de los dos que rodaron la escalera; con lo cual lo dejamos y estando bueno me partí para Nápoles con mi camarada y de allí a Mesina y de allí a Malta.

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Capítulo XII: Cómo llegado a Malta volvi a España y fui Capitán de Infantería Española y otros sucesos

   Donde hallé unas cartas de España y eran del Rey: la una para el Gran Maestre, en que le mandaba me diese licencia para ir a levantar una Compañía de Infantería Española que me había tocado en una leva de ocho Capitanes que se habían proveído. La otra era para mí del Sr. Bartolomé de Anaya, que lo era de la Guerra, avisándome de la provisión. Tratóse de mi partida, que fué dentro de quince días, y de camino me encomendó el Maestre pasara por Marsella a dar aviso a dos galeras de la Religión para que pasasen con todo secreto a Cartagena, a embarcar docientos mil ducados de la Religión de sus despolios.

Pasé á Barcelona y á Madrid, todo en 27 días desde Malta, y cuando llegué ya habían salido las Compañías á levantar, y la mía había ido á Osuna á levantarla un primo mío alférez de Flandes, que no habiéndole tocado compañía quería levantar la mía en mi nombre con título de Alférez, y que si no viniese á tiempo de la embarcación, por estar tan lejos se quedase con ella. Hízolo el Consejo; pero yo me dí tan buena maña que llegué antes de la embarcación más de cuatro meses, que era para las islas Filipinas. Partime de Madrid para Osuna, donde entré por la posta con mis despachos que me dieron en Madrid, y cuando me vió el primo se quedó muerto, que se tenía por capitán.

Hablámonos; yo ofrecile todo lo que de un buen amigo y deudo; dijo que quería ir la jornada: yo lo estimé, más no sabía su intención dañada, pues engañó á un pajecillo de jineta que tenía y redució á que me diese solimán para matarme88. Y la primera vez me lo echó en dos huevos pasados por agua sin cáscara y los polvoreó de solimán y azúcar; yo los migué con pan como era sólito y comí. Ya que había pasado una hora comencé á basquear, que me moría; comencé á trocar; llamaron los médicos, mandaron confesarme al punto y pensaron me moría aquella noche, que daba lástima á todo el lugar.

A media noche me dieron un cordial rico y en él me echó el muchacho que fué por él diez maravedís de solimán, conque al beberlo me hizo en la garganta cuatro llagas y no lo pude acabar. Los médicos se volvían locos y fueron á la botica á preguntar qué habían echado: dijo que lo recetado. Diéronme con qué trocar, pero no era menester, que la naturaleza lo hacía sin remedios, que fueron los verdaderos remedios. Amaneció y vino el Gobernador á verme y lo mejor del lugar y mandó me hiciesen la comida en su casa y mandó prender á una mujer que estaba en casa   —230→   sin que yo lo supiera. Llegó la hora de comer y fué el muchacho por la comida y echó dentro otro papel de solimán.

Comí y luego me dieron las bascas ordinarias, que pensaban eran de lo atrás, y troqué toda la comida, que no estaba un punto en el cuerpo.

Había un soldado que se llamaba Fulano Nieto, que me quitaba las moscas, que era por Agosto, y estaba algo malillo de las partes bajas y dijo: den eso que ha sobrado á Nieto, que bien lo puede comer aunque sea viernes; el pobre se lo comió y á las cinco de la tarde ya estaba muerto.

A todo esto no había entrado á verme mi pariente el alférez y el chiquillo fué en casa de un alcalde, á quien había yo dejado el desapropiamiento de la ropa que tenía, que es como testamento, y tenía la llave del baul y dijo: Señor, dice mi amo que me dé vmd. la llave para sacar una cuenta de perdones que hay dentro, y era verdad. Diósela el alcalde y sacó seiscientos reales y una cruz de Malta grande que pesaba 250 [¿quilates?] y mediase ligas y bandas, y no pareció en todo aquel día hasta que vino el alcalde á verme y dijo cómo me sentía.

Preguntó por la cuenta para saber las indulgencias que tenía. Dije: ¿qué cuenta? Respondió: vmd., ¿no envió por la llave del baul al paje para sacarla? Dije, no señor. Pues yo se la dí, dijo. Fuéronle á buscar y halláronle en casa de un arriero que tenía concertado para irse á Sevilla. Trujéronle delante de mí y preguntando por la llave del baul, la sacó y abriéndole hallaron menos lo referido. Preguntéle dóndo tenía lo que faltaba de allí, dijo que escondido. Fueron con él y trújose todo menos 26 reales; que dije yo, búsquenle esas fraldiqueras; y haciéndolo le hallaron un papel con solimán y abriéndole dijo la huéspeda, ¡ay, señores!, que esto es el rejalgar que daban al señor Capitán; y reconocido que era solimán le dije: ¡traidor!, ¿qué te había hecho yo que me has querido matar con este solimán? Respondió ese papel me le hallé en la calle; yo dije al alcalde: Señor, envíe vm. por el verdugo; que éste dirá la verdad. Respondió el alcalde: más vale que lo llevemos á la cárcel y que jurídicamente se haga proceso y dé tormento y sabremos quién es la causa. Parecióme muy   —231→   bien y llamé al alférez, que no le había visto en dos días, y mandé que con cuatro soldados llevase á la cárcel aquel muchacho y estuviese porque temía. Hízolo, y como era la causa del mal, llevóle por la iglesia de Santo Domingo y aconsejó se metiese dentro, como lo hizo, y aconsejó á los frailes no lo entregasen porque lo ahorcaría luego el capitán. Los frailes lo hicieron y enviaron aquella noche á Sevilla.

Como faltó la causa del solimán fuíme curando, que quiso Dios guardarme para lo que él sabe. Sané y levantéme con gusto del pueblo y determinéme el ir á Sevilla con seis soldados; y en ella hice deligencia de buscar al muchacho, que con facilidad lo hallé y truje á Osuna, que lo deseaban para darle un castigo ejemplar. Hízose la causa, púsose á quistión de tormento. Confesó haberlo hecho por orden del alférez, ofreciéndole grandes dádivas. Quisieron ahorcarlo pero no le hallaron con edad y así le dieron cien azotes en la cárcel á un poste y cortaron los dos dedos de cada mano con que polvoreaba el solimán.

En la confesión que yo hice en el artículo de muerte ofrecí á Dios delante el confesor de perdonar á quien hubiera sido la causa de mi muerte, que la tal palabra me le pedía el confesor sabiendo que era el alférez, á quien el Gobernador quiso prender, mas no lo consentí yo, y así le envié á llamar al punto que el muchacho confesó y dije: vmd. se vaya con Dios y no pregunte la causa y si ha menester algo dígalo, que se lo daré. Quedóse muerto y fuese dentro de una hora pareciéndole no me arrepintiese. Supe después se había ido á las Indias, que nunca más ha parecido en España. Con todo quedé por más de dos años casi tullido de los dedos de los pies y manos, que siempre me hormigueaban, además de haberme quitado la fuerza que tenía.

Dijeron los médicos que el no haberme muerto fué el estar el estómago habituado del veneno que me dieron en Roma tan poco tiempo había.

Vino el comisario: tomó muestra á mi compañía y marchamos la vuelta de Saulúcar donde estaba la armada aprestada que había de ir á Filipinas. Tocóme embarcar en el galeón la Concepción por cabo de tres compañías que iban dentro.

Salimos de Sanlúcar la vuelta de Cádiz para de allí hacer la   —232→   partencia á Felipinas. En este tiempo vino orden del Rey para que no fuésemos sino que nos incorporásemos con la armada Real y los galeones de la plata y todas las galeras de España y fuésemos á Gibraltar, adonde decían iba á posar una armada de Holanda. Iba el Príncipe Feliberto por General de todo.

A la entrada de Cádiz hay un escollo debajo del agua catorce palmos, que llaman el Diamante, en el cual se han perdido muchos navíos y yo como más desgraciado topé con él y perdime á vista de toda la escuadra. No se ahogó nadie porque me socorrieron todas las chalupas de la armada y el Sr. Marqués de Santa Cruz con su capitana.

Mandó el Príncipe que me prendiesen; lleváronme al galeón en que anduve embarcado toda aquella jornada, aunque no saltaba en tierra, hasta que en el Consejo de Guerra me libraron viendo no tenía yo culpa. Anduvimos de Gibraltar á cabo Espartel con algunos navíos de la armada en aquel estrecho, más de tres meses, aguardando la armada que jamás vimos. Esto fué por Enero de 1616 y por Marzo y Abril vino orden de que se deshiciese aquella armada, como se hizo, y en particular la que había de ir á Filipinas donde era harto menester. Mandóse que los seis galeones se agregasen á la armada Real y que la infantería, que era la mejor del mundo, pasase á Lombardía á cargo de D. Carlos de Ibarra que la llevó. Era Maestro de Campo de estos dos mil y quinientos hombres D. Pedro Esteban de Avila y yo quedé en España con otro capitán, por venir la orden en esta forma en un capitulo de carta escrita al Marqués de Santa Cruz, del Rey.

Por cuanto conviene á España reforzar los tercios de Lombardía, será bien que pase el de D. Pedro Esteban de Avila que había de ir á Felipinas, no dejando los docientos hombres que nos había parecido con los capitanes práticos de la navegación, que son Contreras y Cornejo, que pueden quedarse para levantar gente de nuevo para ese efeto.

Con esto nos quedamos y fuimos á la Corte con orden del ylarqués, donde nos detuvieron más de seis meses, hasta que se me ordenó que fuese por la Junta de guerra de Indias á Sevilla luego, que en el camino me alcanzaría orden de lo que había de hacer. Llamóme el Presidente D. Fernando Carrillo, que lo era   —233→   de aquel Consejo, y mandándome dar quinientos escudos, aquella tarde tomé mulas para Sevilla, donde partí.

En Córdoba me alcanzó un pliego en que se me ordenaba me viese con el Presidente de la contratación de Sevilla; hicelo en legando, el cual me mandó que me partiese á Sanlúcar, que el duque de Medina me daría la orden. Víme con su Excelencia y de secreto me ordenó pasase á Cádiz con una orden al Gobernador de aquella ciudad, y que á las nueve de la mañana estarían allí dos galeras para embarcar la infantería.

Víme con el Gobernador de Cádiz al cual se le ordenaba que tocase cajas para socorrer las Compañías que tenía allí de las flotas, y que en estando en la casa del Rey recogidas embarcase número de docientos hombres á mi satisfacción en las dos galeras y me los entregase sin oficiales nengunos mayores, digo el capitán, alférez y sargento. Hízose con el secreto que se requería por que no se embarcara uno tan solo, porque estos soldados de este presidio y flotas son los rufianes de la Andalucía madrigados.

Partíme para Sanlúcar donde tenía prevenidos el Duque dos galeones de 400 toneladas, con su artillería y bastimentos necesarios, además de los pertrechos que se llevaba de pólvora y cuerda y plomo para la plaza que se iba á socorrer.

Llegué á Sanlúcar, mandóme el Duque embarcar la infantería en los galeones, hícelo metiendo en cada uno ciento, que se vieron como asaltados sin saber lo que les había sucedido.

Llegó el otro capitán de la Corte para el otro galeón y embarcámonos para hacer nuestro viaje que era ir á socorrer á Puerto Rico en las Indias, que se decía estaba sitiado de holandeses. Estuve aguardando el tiempo en los Pozuelos que llaman junto á la Barra, y los soldados, como todos eran forzados y dejaban las amigas de tantos años y eran los oficiales de la muerte de la Andalucia, casi hacían burla de mí porque diciendo: ea, señores, abajo que es ya noche, respondían: ¿somos gallinas que nos hemos de acostar con día? aquiétese su ánima. Yo me veía atribulado y no dormía pensando cómo se había de hacer este viaje, porque sino eran quince marineros y seis artilleros no tenía de mi parte otra gente, que todos los cien soldados eran enemigos, y así me valí de la industria, y poniendo los ojos en uno de los   —234→   que me parecía más valiente y á quien ellos tenían respeto, que también entre ellos hay á quien obedezcan los valientes, y llamándole dije: ah señor Juan Gómez, venga acá, y metíle en la cámara de popa y dije: ¿Cuánto há que sirve al Rey? Dijo, habrá cinco años, en Cádiz y en Larache, de donde me huí, y un viaje de flota. Respondí: cierto que le he cobrado afición y que me pesa no tener una bandera que le dar: quedó muy pagado de esto y dijo: otros lo hicieran peor que no yo. Yo le dije, pues si quiere ser sargento de esta Compañía váyase á tierra y siente la plaza, y sino tiene dinero para comprar una alabarda, yo se lo daré. Dijo: aún tengo cincuenta pesos ya que vmd. me honra; es á saber que había hombre que por que le dejasen ir á tierra daba docientos reales de á ocho. Díle un papel para el contador y dije: vaya vmd. que escalón es para ser alférez, y mire que me fío de vmd. Embarcóse en la barca y fué á tierra y sentó la plaza y volvió al punto con su alabarda. Cuando los valientes le vieron sargento dieron su negocio por acabado, y ejecutando lo que tenían determinado y llamando al sargento en la cámara le dije: ya vmd. es otro de lo que era, porque siendo oficial cualquier delito es traición lo que no es en el soldado. Dígame por vida del Sargento quien de estos son los más perniciosos y valientes. Dijo, calle vmd., que son unos pobretes: sólo Calderón y Montañés son casi hombres de bien. Dije, pues á la noche, cuando los mandemos recoger, hállese ahí con su espada desnuda. ¿Para qué, señor? que, ¡voto á Cristo! con un garrote basta. No, dije yo, que á los soldados no se les castigan con palo sino con espada cuando son desvergonzados. Vino la noche y dije como era sólito: ea, señores, abajo que es ya hora. Respondieron con la insolencia ordinaria: aquiétese su ánima. Yo que estaba cerca de Calderón alcé y díle tan gran cuchillada que se veían los sesos y dije: ¡Ah, pícaros insolentes! ¡Abajo! En un punto estaba cada uno en su rancho como unas ovejas. Decíanme, señor Capitán, que se muere Calderón; confiésenlo, y échenlo á la mar decía yo; y por otra parte, que le curasen. Hice al punto echar en el cepo al Montañés, con que quedó esta gente tan sujeta que aun echar, ¡voto á Cristo! no se echó en todo el viaje, porque el que le echaba, le hacía estar en pié una hora con un morrión fuerte que   —235→   pesaba treinta libras, en la cabeza, y con un peto que pesaba treinta.

Avisé al otro capitán hiciese lo mismo, aunque como supieron lo sucedido en mi galeón se deshizo el consejo que tenían, que era saliendo del puerto embestir en tierra en Arenas Gordas y huirse todos, y si se lo impidiera yo, matarme.



Capítulo XIII

En que cuenta el viaje que hice á las Indias y los sucesos dél


Salí del puerto y navegué cuarenta y seis días sin ver más tierra que las Canarias. Llegué á las islas de Matalino, hice agua allí, donde vi algunos indios salvajes, aunque con la comunicación de las flotas se aseguran á bajar; pero ninguno de los nuestros no, porque han cogido algunos y se los comen. Pasé la vuelta de mi viaje disminuyendo altura y llegué á las Vírgenes Gordas que son otras islas deshabitadas. Fuime la vuelta del pasaje de Puerto Rico que es un canal angosto donde ordinario están cosarios ingleses y holandeses y franceses. Llegué de noche y fuí en persona á reconocerle con una barca bien armada, dejando los galeones fuera del canal, que es corto y en el hay dos puertos muy buenos. No hallé bajel nenguno y atravesé amaneciendo casi á la boca de Puerto Rico y arbolando mis banderas entré que fuí muy bien recibido de D. Felipe de Biamonte y Navarra gobernador de aquella isla.

Díjome era milagroso no haber encontrado con Guatarral89, cosario inglés que andaba por allí con cinco navíos, tres grandes y dos chicos, y que cada día le molestaba. Desembarqué la pólvora que dijo era menester y cuerda y plomo y algunas armas de fuego, con que el buen gobernador quedó contento. Pidióme cuarenta soldados que le dejase para reforzar el presidio, que en mi vida me vi en más confusión, porque no quería quedar nenguno y todos casi lloraban en quedar allí, y tenían razón, porque era quedar   —236→   esclavos eternos. Yo les dije, hijos, esto es forzoso el dejar aquí 40 soldados, pero vmds. se han de condenar á sí mismos, que yo no he de señalar á naide ni á un criado que traigo, que si le toca ha de quedar.

Hice tantas boletas como soldados y entre ellas cuarenta negras, y metiéndolas en un cántaro juntas y revueltas iba llamando por las listas y decía: vmd. meta la mano y si saca negra se habrá de quedar. Fuéronlo haciendo así y era de ver que cuando sacaban negra, como se quedaban últimamente, viendo la justificación y que era forzoso se consolaron y más viendo que le tocó á un criado mío que me servía de barbero, el cual quedó el primero.

En este puerto había dos bajeles que habían de ir á Santo Domingo, que es la corte de las islas españolas, donde hay Presidente y Oidores y la tierra primera que pisaron españoles. Eran los navíos españoles; habían de cargar cueros de toros y gengibre que hay en cantidad y fuéronse conmigo. Llegué al puerto de Santo Domingo, que fui bien recibido, y comencé á poner en ejecución un fuertecillo que llevaba orden de hacer á la entrada del río.

De allí á dos días vino nueva como Guatarral estaba dado fondo con sus cinco bajeles cerca de allí. Traté con el Presidente de ir á buscallos y parecióle bien, aunque los dueños de los navíos se protestaban que si se perdiesen se los habían de pagar. Armé los dos que truje de Puerto Rico y otro que había venido de Cabo Verde cargado de negros, y con los míos salí del puerto como que éramos bajeles de mercaduría, camino de donde estaban, y como el enemigo nos vió, hice que tomásemos la vuelta como que huíamos. Cargaron velas los enemigos sobre nosotros que de industria no huíamos y en poco rato estubimos juntos. Volviles la proa y arbolé mis estandartes y comenzamos á dalles y ellos á nosotros· Eran mejores bajeles á la vela que nosotros y así cuando querían alcanzar ó huir lo hacían, que fué causa no se me quedase alguno en las uñas. Peleóse y tocóle al almirante dellos el morir de un balazo y conocieron éramos bajeles de armada, y no mercantes, que andábamos en su busca, con lo cual se fueron y yo volví á Santo Domingo, donde acabó la fortificación y me partí á Cuba, donde hice otro reductillo en cuatro días; quedaron diez soldados.
  —237→ 

En Santo Domingo había dejado cincuenta soldados y los tres bajeles, que ya no traía más que el uno; pero bien armado. Cuba es un lugar en la isla de Cuba que es la en que está fabricada la Habana y el Bayamo y otros lugares que no me acuerdo.

Salí de Santiago de Cuba y en la isla de Pinos topé un bajel dado fondo. Peleé con él muy poco; era inglés, de los cinco de Guatarral. Díjome como se había ido y desembocado la canal de Bahama y que le había muerto á su hijo que era Almirante y otras trece personas, y que de temor se había ido á Inglaterra con algunas presas que llevaba. Avisé al Presidente dello y al Gobernador de Puerto Rico porque no estuviesen con cuidado. Tenía este bajel palo del Brasil dentro y alguna azúcar que había tomado. Eran veintiún ingleses; trújelos á la Habana donde estuvieron hasta que llegó la flota y los llevó á España.

Entregué los pertrechos que me habían quedado y la infantería á Sancho de Alquiza, Capitán general que era de aquella isla y todos los lugares della, y en la flota que vino á España me vine con D. Carlos de Ibarra que era General della el año de 1618. Fui y vine el de 19.

Llegué Sanlucar y pasé á Sevilla, donde topé enfermo al señor Juan Ruíz de Contreras que estaba despachando una armada para Felipinas y luego al punto que llegué, me dijo tenía orden del Rey para que le asistiese; hícelo y enviome al punto á Borgo, que es donde se aprestaban seis galeones grandes y dos pataches. Trabajé conforme la orden que me dió hasta que los bajé abajo á Sanlucar fuera de carenas, que es decir despalmados; metiéronse bastimentos y la artillería necesaria y la infantería, que eran más de mil hombres, harto buenos, sin el marinaje y artilleros. Era General de esta armada D. Fulano Çoaçola del hábito de Santiago, que iba de mala gana como toda la demás gente, y así tuvieron el fin, porque á trece días después de partidos con buen tiempo de el puerto de Cádiz les dió una tormenta que vinieron á perderse á seis leguas de donde salieron. Díjose, por cierto, que fue causa el Almirante, que no era marinero ni había entrado en la mar jamás. Llamábase Fulano Figueroa y después para enmendallo le hicieron Almirante de una flota por sustentar el yerro primero.
  —238→ 

Embistió en tierra la Capitana y Almiranta en un mismo paraje y de la Capitana no se salvó una astilla con ser un galeón que era de más de 800 toneladas y cuarenta piezas de bronce gruesas. Ahogóse el General y toda la gente, que no se salvó más de cuatro personas. Del Almiranta se salvaron casi todos y el galeón no se deshizo tan presto porque dió en más fondo: los otros corrieron al estrecho y se perdió otro en Tarifa y otro en Gibraltar y otro en cabo de Gata. Los dos pataches se salvaron. Este fin tuvo esta armada, y para aderezallo, como si yo tuviese la culpa me enviaron con dos tartanas á Tarifa ó su playa por treinta piezas de bronce que habían sacado del galeón que se perdió, y se supo estaban dos galeones de Argel para querer embarcar la artillería; mas la gente de tierra no se lo consentía, y llegado con mis dos tartanas embarqué las piezas; y llevaba orden que si los enemigos me apretasen á que me rindiese, si llegaban á pelear conmigo, me fuese á fondo con toda la artillería, porque no se aprovechasen de ella, y ordenase á la otra tartana hiciese lo mesmo. Yo me vine tierra á tierra y los enemigos á la mar, con que no pudieron hacerme mal y truje la artillería en salvamento.

De allí á pocos días llegó á Cádiz nueva como la Mámora quedaba sitiada por mar y por tierra, con treinta mil moros por tierra, y que la habían dado tres asaltos, y por la mar había veintiocho galeones de guerra para estorbar el socorro de turcos y holandeses.

Mandó el Duque de Medina Sidonia se proveyese luego socorro y el Sr. D. Fadrique de Toledo se aprestó al punto con los galeones de su armada, pero no tuvo tiempo para hacer el viaje y así aprestaron dos tartanas con pólvora, cuerda y balas, que era de lo que carecían, pues habían quemado hasta las cuerdas con que sacaban agua de los pozos ó cisternas y las con que tenían los catres, que son las camas en que duermen los soldados; y habiendo visto yo como se habían de enviar aquellas tartanas y que á los capitanes del presidio les habían mandado escoger alguna gente de la más granada de sus campañas y no había ninguno ofrecídose, llegué al Duque y dije, señor, suplico á V. E.ª me dé este viaje y por esta merced póngame en el rostro una ese y un clavo. Estimolo y mandó que fuese. Como vieron los capitanes del presidio que se me había dado á mi fueron al Duque y dijeron que aquello tocaba á un capitán de ellos por estar á orden de Su Excel.ª y no á mí que no lo estaba y que estaba allí al apresto de la armada de Filipinas. Súpelo yo y dije públicamente que aquello se me había dado á mí habiéndolo pedido después que les avisaron á ellos para que aprestasen alguna gente de sus compañías, y que no habiendo quien lo pidiese lo pedí yo: que capitán era de infantería y más antiguo que algunos: que al que le pareciese otra cosa lo aguardaba en Santa Catalina para matarme con él; y caminando hacia el puesto señalado vino un ayudante de parte del Duque, que me llamaba. Volví y mandóme trujese una licencia del Sr. Juan Ruíz de Contreras á cuya orden estaba, y traída me dieron la orden de lo que había de hacer, y en particular, que con mi buena fortuna, Dios mediante, metiese aquel socorro ó me dejase hacer pedazos.

Soldado Español
Málaga - 2018

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